Recordemos: el pedante inglés Jonathan Harker, abogado de Exeter, conversa una una noche sobre historia de Transilvania. El lugar: un ruinoso castillo en algún lugar al norte del paso del Borgo. La hora: después de la medianoche. El interlocutor: el conde Drácula.
El conde se muestra animado, habla apasionadamente. Hay algo de monstruosa vivacidad en su descripción de la lucha contra los turcos, y la historia familiar que exhibe ante el inglés respira una autenticidad siniestra. Proviene de una tribu de los szekler, dice el conde, quienes durante siglos habían abogado por su independencia respecto a los turcos y Hungría. La derrota en la batalla de Kosovo no los ha quebrantado; antes bien, bajo la conducción de un Drácula, logran atravesar el Danubio y derrotar a los turcos en su propio suelo. La traición de sus propios hermanos anula este éxito, pero un conde posterior, que lleva el mismo nombre, retoma esta política y, sin miramiento alguno, moviliza todas las fuerzas para restablecer la independencia del país.
Aunque se halla interesado por ampliar en profundidad sus conocimientos históricos, Jonathan Harker no puede llevar a cabo sus buenos propósitos. El amable lector de "Drácula" sabe por qué Bram Stoker lo precipita implacablemente del miedo al espanto. Por una parte, el posible descubrimiento del vampirismo del conde le impide a Harker comprobar en la nutrida biblioteca del castillo las afirmaciones de Drácula sobre su origen y, por otra, debido a una fiebre nerviosa no puede visitar la Biblioteca Nacional de Budapest. De regreso a Londres, la palidez enigmática de su amigo más íntimo no le da tiempo para que el British Museum verifique sus observaciones en Transilvania.
Así, asilado de toda recreación científica, Harker debió sucumbir junto con innumerables víctimas, por motivos evidentes, a la triple alianza del autor -Stoker-, Drácula y el doctor van Helsing: si hubiera dispuesto al menos de un par de horas libres, Mister Harker habría encontrado en Budapest un folleto alemán del siglo XV que le habría proporcionado información fidedigna, aunque tendenciosa del "Quaden thyrane Dracole wyda". Por cierto, este documento destila bastante atrocidad, pero no hay en él la menor huella de vampirismo. Por lo tanto, había que impedir que Jonathan Harker lo encontrase. Los tres sacrílegos pudieron restregarse las manos. Al charlatán Van Helsing se le aseguró una estancia gratuita en Inglaterra de más de una semana, con pensión completa, y se le mandó a una apacible cruzada en el mar Negro; el conde Drácula volvió a salir a la luz pública, tras cuatrocientos años de olvido relativo, aunque, más tarde, merced a la ciencia, se distanció del modo de proceder de Stoker. "Efectismo barato, destinado a una total comercialización". El propio Stoker tenía muchos motivos para sentirse contento: Drácula se convertía sin más en un vampiro.
El origen secreto
Con todo, Stoker obra de un modo trascendental en la organización de los elementos de que dispone. Necesitaba una región lo bastante remota como para afincar un mito, y encontró Transilvania, también llamada Siebenbürger. De los grupos étnicos que allí viven, rumanos, húngaros, szekler y alemanes, los szekler se distinguen precisamente por su origen secreto, sospechándose que descienden de los hunos. Por otra parte, es cierto que se les había confiado la vigilancia fronteriza del sur y del este; pero no creen en vampiros, y en vano se buscaría al conde Drácula en sus anales; los voivodas que llevaron ese nombre eran dos príncipes rumanos del siglo Xv, Vlad II Dracul, y Vlad III "Tepes", hijo del anterior y, por lo tanto, designado también con el apodo de Dracul. Para Stoker, Vlad Tepes era un enviado del infierno. De las fuentes que estaban a su disposición pudo deducir que Vlad se caracterizaba sobre todo por su afición a las salvajes orgías de ejecución, en las que, preferentemente, empalaba a sus víctimas para después almorzar entre ellas: de ahí su apodo Tepes, "empalador". Stoker interpretó de un modo vampirista tanto esta crueldad morbosa como el hecho de que a los príncipes rumanos del siglo XV rara vez se les concedía una muerte apacible. Tanto Vlad II como su hijo alcanzaron el fin de sus vidas prematuramente; la idea del regreso, de la vida incompleta que deseaba ser vivida hasta el final era inherente a los dos, y el Drácula de Stoker aparece en realidad como la consecuente imposición de una pensamiento lógico y estratégico. So que los objetivos de ataque han pasado a ser gigantescos y ya no es el Danubio, sino el océano el que debe atravesarse para invadir el corazón de una potencia mundial.
Así pues, mientras el conde Drácula se dispone a partir hacia Londres, ruego al lector, en particular a aquel que no desee repetir la equivocación de Harker, que suba al ascensor de la historia, a menudo incómodo, cuyos botones indican los siglos en lugar de las plantas, y que realice desde él una inspección ocular. Para ello deberá concebir el período en el que se situará como relativamente lejano. La época del reinado de Vlad II Dracul constituye ya el telón de fondo apropiado sobre el que la silueta imperialista del hijo, el vovoida empalador, cobra todo su vigor.
La tradición cruel
Tanto en la tradición alemana sobre el conde Drácula como en la rusa y la rumana, se encuentran pruebas de que Vlad Tepes practicaba la crueldad por placer. No obstante, se advierten diferencias esenciales. Los manuscritos alemanes (desde 1462), el poema de Beheim (1463) y los sucesivos folletines (a partir de 1476) consideran que sus orgías de muerte eran innecesarias y arbitrarias, mientras que en los manuscritos rusos (desde 1482) se señala que Vlad Tepes había sido en verdad cruel e insensible, pero justo. El autor ruso opina que "el soberano debe ser incluso cruel, cuando se trata de erradicar el crimen y el mal de la nación".
Las diferentes interpretaciones se deben a la divergencia de intenciones. El autor alemán, que obtuvo sus informaciones en Transilvania, muestra, ante las tensas relaciones entre Vlad Tepes y las ciudades sajonas, una imagen del príncipe en la que no se comprende el significado de sus sangrientas acciones. Parecen como arbitrarias, carentes de legitimación y debidas exclusivamente a la naturaleza maligna de su carácter. Esto responde a la detallada descripción de las distintas formas de ejecución y tortura de empleadas por Vlad Tepes y, por supuesto, de su método preferido, el empalamiento: decapitar, mutilar narices, orejas, órganos sexuales y labios, cegar estrangular, ahorcar, quemar, hervir, despellejar, asar, desmembrar, clavar, enterrar vivo, apuñalar, arrojar a las fieras, dejar caer a las víctimas sobre palos puntiagudos, obligarlas a comer carne humana, someterlas al tormento de la rueda, marcarlas al hierro candente, untar las plantas de los pies con sal o miel y darlas a lamer a los animales. No se sabe si el minucioso recuento de atrocidades, que no sufren merma en el poema de Beheim, se debía a que las ciudades sajonas tenían un interés en difundir una imagen absolutamente negativa de Vlad Tepes, o bien a que el gusto truculento del lector de la época lo exigía.
¿Sería, por lo tanto, Vlad Tepes, "víctima de los colonos alemanes", moralmente asesinado por una prensa malintencionada, que no veía en él ni la menor señal de bondad? Un biógrafo rumano del príncipe formulaba:
"En lo que hace a la crueldad del príncipe, ésta sólo puede comprenderse en el contexto de su época y en función de los objetivos de su política. Los soberanos de entonces, desde Luis XI, rey de Francia, hasta Mehmed II, el gran sultán turco, también recurrieron a la crueldad contra sus enemigos. Vlad Tepes no ha hecho sino aplicar los métodos de su tiempo, y de ningún modo supera en crueldad a sus contemporáneos".
Los métodos de la época eran efectivamente crueles y los que los utilizaban tenían poca consideración por la vida humana. Pueden descubrirse, sin mayor dificultad, rasgos análogos en Luis XI, nacido en 1923, rey de Francia entre 1461 y 1483. Para este rey "astuto, diligente y justo", todo método era válido para quebrar la resistencia de la alta aristocracia allí donde se ponían en juego los fundamentos del poder centralizado. Se decía que había acelerado la muerte de su padre y envenenado a su hermano. En cuanto llegó al poder, arremetió con rigor contra todo aquel que no aceptara el nuevo orden establecido por él. Así hizo cegar a un consejero rociándole los ojos con agua hirviendo y, como el procedimiento fracasó, mandó completar el "trabajo" con dos tiros de arco. Encerró durante once años al cardenal Jean Balue, acusado de alta traición, en una jaula que éste mismo había diseñado, pero de ningún modo para su propio uso.