Año CXXXIV
 Nº 49.025
Rosario,
domingo  11 de
febrero de 2001
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Una travesía por las alturas de América
Sólo la mula se atreve a pasar por altos precipicios durante una marcha por la cordillera de los Andes

Claudio Berón

La vista no alcanza para ver el horizonte en la cordillera de los Andes, en una travesía que tiene como destino el mítico Cristo Redentor. La vista choca con los altos cerros y el cielo intensamente azul, el aire es tan puro que los pulmones se arrebatan y la luz del potente sol rebota en las laderas hasta llegar a enceguecer a quienes deciden emprender un viaje único y distinto: una travesía de 300 kilómetros, a lomo de mula, recorriendo lugares a los que es imposible acceder con vehículos particulares.
En verano se pueden recorrer lugares que en invierno están solamente habilitados para el montañista experto. Este tipo de turismo se está intensificando en las zonas montañosas del país. En San Rafael (Mendoza) se ofrece una expedición al sitio donde cayó el avión de Aerolíneas Uruguayas en la década del 70 y que alcanzó ribetes de tragedia y de lucha por la supervivencia.
Ningún paisaje es igual a otro en la aridez de los Andes cuyanos, sobre todo si el andar se hace al ritmo del paso cansino y perseverante de las mulas. El único animal que pasa por altos precipicios y atraviesa las nieves eternas sin inmutarse. En el día, la temperatura llega a los 25 grados y por las noches, según la altura a la que se llega durante la marcha, desciende a 0 grado. El viento después de media tarde es constante y el sol se pierde entre las montañas, dando a las paredes de los cerros un color que va del rojo mineral al marrón oscuro.
Tras partir de Villavicencio, a 40 kilómetros de Mendoza capital, se comienza a ascender a la precordillera por el mismo camino que lo hizo el histórico Ejército de los Andes. Los parajes son desérticos y maravillosos, los senderos empinados y los montes tienen como vegetación piedras y matas de pasto seco. En algunos cerros, favorecidos por la escasa lluvia y las sombras, crecen hierbas medicinales, lo que los baqueanos llaman yuyos para el mate curativo.
Un sitio de inmensa belleza, y al cual puede accederse en auto desde la villa de Uspallata, es el cerro de los Siete Colores. En un trayecto de unos tres kilómetros, los riscos toman tonalidades cromáticas y formas caprichosas, las laderas se ponen de un rojo intenso, hay manchones de un amarillo ámbar y senderos tornasolados en un gris mineral.
El primer desafío en la travesía hasta Uspallata es la Cuesta del Portezuelo. Se pasa un pico escarpado de muy difícil acceso, inclusive para las mulas. En un corto tramo se asciende de los mil metros de altura a nivel del mar a 2.500 metros. Al llegar a la cima se abre la inmensidad del techo de América, coronado por las alturas del Aconcagua.
La villa de Uspallata tiene no más de 4 mil habitantes y está enclavada en un amplio valle, sus calles son arboladas y las surcan las típicas acequias mendocinas. En el pueblo se pueden contratar viajes de no más de dos días para ascender a los cerros cercanos (el precio oscila los $90). Desde la cima de esos cerros la vista panorámica llega hasta San Juan.

Viento eterno
Cada portezuelo es único e inigualable. Al de Polvaredas se llega después de recorrer un tramo por el famoso Camino del Inca y es el acceso obligado para al destino final: el Cristo Redentor. Un compañero inseparable es el viento permanente.
Ese paso alcanza los 2.800 metros de altura y el sendero por el que avanza el animal es de no más de setenta centímetros de ancho. El precipicio -unos 200 metros- encuentra su fondo en las turbulentas y frías aguas del río Mendoza. El cerro tiene curvas cerradas y pendientes pronunciadas, en algunos tramos sólo se observa el vacío y las puntiagudas orejas de las mulas.
De allí a las cuevas el camino es más benévolo: en la marcha se cruzan caudalosos ríos de montaña y se pueden apreciar piedras de las que brota el agua, mágicas vertientes. En verano la pista de esquí de Penitentes se usa para hacer caminatas y circuitos en bicicleta tipo mountain bike.
Puente del Inca, uno de los últimos puntos antes de la frontera con Chile, depara en la temporada estival un paisaje de piedras mineralizadas y una temperatura que no excede los quince grados en el día y baja a siete por la noche. En el lugar se pueden tomar baños termales y conocer gente de todas partes del mundo que espera su turno para acceder a Plaza de Mulas, la base del cerro Aconcagua o hacer el camino al Cristo a pie.
Esta última opción resulta difícil. El pico del cerro se encuentra a 4.700 metros de altura y llegar a él demanda dos horas de marcha y atravesar lenguas de hielo de unos 80 metros cuadrados, en donde el precipicio alcanza unos 300 metros. El premio es la emoción de llegar al monumento a la fe y hermandad de Argentina y Chile, además de la presencia del silencio y el viento eterno de los picos nevados.



Los parajes están cargados de piedras y pasto seco.
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