Patricia Suárez
Ellos llegaron cuando murió el Profesor Douglas. En la investigación hubo cierta confusión acerca de cómo ocurrió su muerte: la policía había encontrado arsénico en una alacena. Nosotras dudamos, entonces, del supuesto infarto que declaró el forense en el certificado de defunción. La gente se preguntaba qué motivos habría podido tener esa alma buena del Profesor Douglas para suicidarse, tan querido como era por sus alumnos, y con todo el respeto que le tenían sus colegas de la Cultural Inglesa, y nosotras meneábamos la cabeza de lado a lado y decíamos: Ningún, ningún motivo tenía para matarse. Yo lo consideraba un hombre tranquilo. Y mi hermana Isabel le tenía cariño. Una vez que hablé con él, él me dijo: "¡Ah, Lilián! En un crucero que viajara por el Caribe, yo hubiese tenido una propina de muchos dólares; hubiese sido un muchacho vanidoso. Habría estado siempre de viaje". Después, cuando llegaron ellos, extraños como nos resultaron, nuestras preguntas se extinguieron igual que velas al fin de una jornada, y nos conformamos con pensar que tampoco el Profesor Douglas iba a quedar para semilla. Al parecer, la señora que vino a buscar el cuerpo era su hermana. No vivía, sin embargo, en Nueva York, de donde era el Profesor, sino en Seattle, bastante más al norte y en la costa del Pacífico. Sabemos, gracias a las películas, que Seattle es un lugar donde siempre está lloviendo. La mujer no era bonita; tenía pómulos altos, como una tártara. Su mirada era franca, frontal: estoy segura que esa mujer creía que los ojos son las ventanas del alma. Miraba como si creyera, verdaderamente, que a través de los ojos se ponían en evidencia los pensamientos. El marido de la señora, en cambio, se nos fue borrando, con el paso del tiempo. Me quedó la impresión de algo gris, como de un día en el que las nubes se van juntando para formar la tormenta. Nadie, ahora, se acuerda bien del color de los ojos de él, ni tampoco quedó en nuestra memoria su color de tez, más allá de que era lo que uno podría llamar, caucásico. Ha pasado por entre nosotros como un fantasma. El apellido de él era Ferguson. Se instalaron en la casa del Profesor. Isabel fue y les pidió algunos libros, de los que eran de él, en recuerdo. La dejaron elegir. Mi hermana se llevó cuatro. Las hojas de esos libros ya se estaban poniendo amarillas. Uno de ellos estaba subrayado con tinta negra. Decía algo así: "¿Te acuerdas, Ninón, de nuestro largo paseo por los bosques? No sé por qué, me acordé ayer tarde de nuestras viejas cosas, de aquella larga, larga caminata". Y más adelante: "¿Te acuerdas? Daban las once; la habitación, estaba apenas iluminada por una lamparita, sus débiles resplandores luchaban en vano, en vano con la sombra". Los Ferguson no habrán estado, en total, más de dos semanas: para nosotros fue como dos años. Nos separaba de ellos nada más que una cerca de alambre y un roble cochambroso. Por el olor a fritanga que nos llegaba a la mañana, deducimos que ellos desayunaban como se ve en las series: huevo y tocino -que creo que es lo que acá llamamos panceta. En general, al promediar el mediodía, la señora Ferguson salía con su cámara fotográfica y se metía, ya sea en el Richmond o en Los Inolvidables. Hay que pensar que esos son billares para hombres, y que los hombres que se reúnen en los billares tienen como un aire de marinos en altamar. La señora Ferguson, forjada con el metal de los audaces, se metía en el billar, y entre los silbidos feroces de los hombres, los fotografiaba. Supongo, claro, que ella se creía protegida por su flacura y por su fealdad, de la maldad de ciertos hombres. Cuando salía del billar, se la veía alterada, semejaba un caballo corcoveando y con las dos manos en el aire. El señor Ferguson la esperaba en la vereda, sudaba por entre las fibras del ambo de piqué, y suspiraba: -Frances, please. (El pronunciaba "please" como si "please" fuese una palabra muy larga.) Y ella le sonreía: -Oh, Curtis. Día a día repitieron las mismas palabras, y luego el sonido de los suspiros y las disculpas era apagado por el espectáculo del sol, cayendo detrás del río y de la isla. Unas tardes antes de partir, la señora Ferguson vino a verme. Quería que yo le enseñara el nombre de los árboles de aquí. Eucaliptus, ceibo, palo borracho, paraíso, sauce. A lo mejor ella era botánica en su país. La palabra "sauce" le causaba risa. Pronunciaba "soz", "salsa", en inglés. Repitió las palabras hasta aprendérselas de memoria. Eran nombres de árboles que yo conocía y de los que había fotos en el diccionario que tenía Isabel. Después se fue. No recuerdo que me haya dado las gracias. Al miércoles siguiente se habían marchado. Se llevaron las cosas que pertenecieron al Profesor, y dejaron la casa vacía. Entonces, me di cuenta que yo había pasado mucho tiempo pensando en el Profesor Douglas. Cuando vivía, él tuvo un cuzquito en un tiempo. Como a veces no podía sacarlo a pasear, lo hacía Isabel. Lo llevaba de la correa hasta la plaza y ahí lo soltaba. Ella decía que lo hacía porque el Profesor era simpático y buena persona. El nunca le decía Isabel: la llamaba Elizabeth. Ignoro por qué. Yo creo que ella estaba enamorada de él; a ella no le importaba que él la llamara Elizabeth. El perrito del Profesor usaba un collar muy fino, de cuero de antílope. Era gracioso: tenía una mancha negra que le cubría el ojo. El Profesor decía, decía que aquel perro era un hijo para él, y que, verdaderamente, el animalito le había enseñado que son más dignos de amor los perros que la gente. Era el tipo de argumentos que Isabel detestaba oir. Escuchaba esas cosas y movía de lado a lado su larga cola de caballo negra como un giroscopio. En aquel entonces, yo no entendía. Al final, el perrito se enfermó de algo grave, no recuerdo de qué, y el mismo Profesor Douglas hubo de sacrificarlo. No vimos que él llorara. Igual, después, hubo veces, en que él salía a dar la vuelta de manzana, solo: si se topaba con Isabel sabía decirle que desde que el bueno de Duke había partido de este mundo, él no se sentía la misma persona. El, el Profesor Douglas, decía que se sentía como la cáscara de un limón, de un limón, así dijo, después que fue exprimido. Me estuve acordando de las palabras del Profesor Douglas durante un tiempo, cuando su casa quedó deshabitada. Me vino a la mente una frase, de un libro que él le había prestado a Isabel. Decía: "¿Somos acaso burbujas de jabón sopladas por un niño?". Un día ella me lo dijo. Que él nos espiaba a través de la ventana, que ella sabía que él nos espiaba, a la noche, cuando dormíamos, y ella lo dejaba, lo dejaba porque, dijo mi hermana, así era como si él velara nuestro sueño. Ella jamás se hubiera atrevido a decirme que lo que él hacía era una perversión. Ya lo creo. Y sin embargo, yo me pregunté, algo después y para mis adentros: ¿qué es lo que él miraba cuando nos miraba en la noche? El, el Profesor Douglas, ¿qué? Miraría, tal vez, el camisoncito de batista blanca con pintas rojas que usa Isabel, lo habría visto subir y bajar a la altura de su pecho; habría mirado el brazo que deja caer fuera de las cobijas cuando duerme; habría visto esa sonrisa ingenua que ella pone en el sueño, y que, cada vez que la veo así, creo que finge dormir, lo creo verdaderamente. También, claro, me miraría a mí. Después, mi hermana y yo pensamos en él un tiempo, en cómo era y en las cosas que él hacía. (Yo no lograba imaginarme al Profesor cruzando los alambres de la cerca para vernos; nunca había oído sus pasos, seguramente él tendría los pies de cera.) En el perrito, en Duke, también pensamos, ¡tenía aquella mancha tan graciosa! Nos preguntábamos, claro está, si en la lejana y lluviosa Seattle los Ferguson se acordaban de vez en cuando del Profesor Douglas como acá nos acordábamos nosotras. Después, ni eso. El Profesor, el perrito, el señor Ferguson sudando al rayo del sol y su mujer flaca con ese aire de reloj de péndulo que le daba el tener la cámara de fotografía todo el día colgada del cuello, y las cosas que fueron, también cayeron en el olvido. El olvido tiene una boca tremenda. Ya ni en el billar piensan en la señora Ferguson. Pasó y desapareció como una sombra. No sé siquiera si Isabel se acuerda de vez en cuando de aquel cuzquito del Profesor que ella solía sacar a pasear. Al fin y al cabo, pienso, ninguno de nosotros va a quedar para semilla. Y menos todavía, claro, menos todavía los recuerdos.
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