Año CXXXIV
 Nº 49.011
Rosario,
domingo  28 de
enero de 2001
Min 23º
Máx 27º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





Cristina Arce, una historia que se repite por miles en las villas de Rosario
El milagro de sobrevivir con 100 pesos por mes y criar a cuatro hijos
Como muchas, mantiene sola una familia numerosa. Los alimenta el centro comunitario. Su hija debió dejar de estudiar

Gabriela Zinna

Cristina Arce es una de las tantas jefas de familia que vive en la Villa Banana. Todos los meses debe hacer millones de pases mágicos y malabares para llegar a fin de mes con apenas 100 pesos que el Estado le paga por un programa de empleo. La historia de esta mujer, chaqueña y madre de cuatro hijos, es acaso la de miles de mujeres y de familias anónimas que habitan las villas de emergencia de la ciudad. Lugares donde los centros comunitarios -como el de la villa donde vive Cristina- permiten estirar los pocos pesos con que cuentan cada mes, ya que allí se brinda no sólo la copa de leche, sino que también la comida a chicos, ancianos y mujeres embarazadas.
Cristina nació hace 42 años en Chaco y tiene diez hermanos. Su familia se radicó en Rosario 33 años atrás. Desde entonces, la mujer vive en la misma casa que construyó su padre. Ahora es madre de cuatro hijos: una mujer y tres varones. Ella es la única encargada de llevar adelante ese hogar con sólo 100 pesos que le paga el Estado por un programa de empleo.
A las 6 de la mañana se pone en marcha. Mate en mano, comienza a prepararse para la jornada, que por estos días es casi infernal, y que en el barrio parece atacar más despiadadamente. Una hora más tarde camina casi dos cuadras hasta el centro comunitario San José Obrero, donde le dan la leche y el pan para el desayuno de sus hijos.
Cuando los relojes marcan las 8, Cristina ya está en su trabajo, en el mismo centro comunitario que le da la comida a sus chicos. En ese lugar cumple distintas tareas, inclusive algunas casi administrativas.
Cuando el sol cae a plomo y parece rajar la tierra, vuelve a su casa, donde quedaron sus hijos, bajo el mando de Alejandra, la mayor, que tiene 16 años. La chica es la encargada de buscar en el comedor comunitario las raciones de comida que luego almorzarán en familia.
El calor de la tarde se hace agobiante dentro de la casa. Cristina, junto con Alejandra y sus hijos José (14), Nicolás (8) y Agustín (2) se sobreponen al infierno en una pileta de lona, que la mujer logró comprar cuando todavía Carlos Menem era presidente. Por entonces, los beneficiarios de planes de empleo cobraban 200 pesos, es decir, el doble de lo actual.
Durante la noche, Cristina trata de alejar el calor con un pequeño ventilador que le prestó el cura del barrio, Joaquín Núñez.
Pero el invierno también hace sentir el rigor. En la casa de material con piso de cemento no hay estufas. El único dormitorio y la cocina comedor se calientan con el fuego de la hornalla. En el barrio hay agua potable, pero no hay gas natural. A la garrafa de 10 kilos se la hace durar casi dos meses.
En esa casa sólo se prepara la cena y se cocina los sábados y domingos. El resto de las raciones las provee el centro comunitario San José Obrero.
Cristina es casi una especialista en guisos de fideos, pero a veces prepara algún puré o milanesas, cuando le regalan un pedazo de carne. "Por suerte, los chicos son de comer poquito", afirma.
José y Nicolás van a la escuela, pero Alejandra debió abandonar los estudios secundarios a mitad del año pasado. El presupuesto de Cristina no alcanza para hacer frente a los gastos de tres estudiantes. Ahora la adolescente se hace cargo de cuidar a su hermano de 2 años y, aunque no vendría mal que trabajara, es imposible conseguir un empleo para una menor de edad.
"El sueño de mi vida es tener un buen sueldo para que a mis chicos no les falte nada, lograr que la nena pueda volver a la escuela y que José termine 5º año", dice Cristina, que a esta altura está cansada de buscar un trabajo que nunca se consigue. Cuenta que antes salía a buscar empleo todas las tardes, pero la malaria hizo que dejara de gastar sus zapatos en vano. No obstante, no desiste y a todos sus conocidos les pide que le avisen si saben de alguna changa que ayude a aliviar los problemas diarios.
Rosario tiene más de cien mil personas viviendo en asentamientos irregulares, donde la historia de Cristina y sus cuatro hijos se reproduce como en una inmensa sala de espejos. Historias de vida que hablan de carencias, pérdidas, esfuerzos y sueños.



Cristina, la villa y los malabares de su familia.
Ampliar Foto
Notas relacionadas
Los mosquitos
El 80 por ciento de los adultos de la villa está desempleado
Diario La Capital todos los derechos reservados