Año CXXXIV
 Nº 49.004
Rosario,
domingo  21 de
enero de 2001
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Perfil
Tan campante

Elvio E. Gandolfo

Primero íbamos al cine con una barra: los domingos temprano (tipo dos o dos y media: primera función), a la segunda fila del piso de arriba del Radar. Había muchos cines más: Gran Rex, Imperial, Capitol, Bristol, y en los bordes: Sol de Mayo, América, Ambassador, El Nilo, o San Martín. Después me empecé a fijar más en los actores. Y ya cerca de los 20, empecé a seguir a los directores. A esa altura leía la crítica que salía en La Capital. Pronto me hice adicto a las notas de Fernando Chao: iba al grano, la información era precisa, la opinión contundente. Digamos que coincidía con él en un 75 por ciento (un porcentaje altísimo) y en el 25 por ciento restante, igual era un placer leerlo. Poco después descubrí un crítico norteamericano de literatura que tenía las mismas virtudes, en otros planos y extensiones: Edmund Wilson.
Ese nombre buscado en las páginas tamaño sábana del diario se convirtió en un tipo de carne y hueso. Lo fui viendo en las presentaciones de ciclos de películas que no se estrenaban, o viejas y poderosas: en una de ellas, cuyo nombre nunca recuerdo, había un uso increíble de la cámara subjetiva para mostrar la huida fulgurante de una liebre, que era alcanzada por una bala y moría. No recuerdo el nombre de la película, pero sí, con nitidez, esa escena. Era en un ciclo que se hizo en la Facultad de Filosofía y Letras. A esa altura yo reconocía con precisión su figura, que caminaba y hablaba como escribía: con sentido del humor, filoso, informativo, rápido. Pronto aprendí que aquel Batman del cine tenía su Robin: Parolo, un hombre un poco más alto, calvo, también apasionado por el séptimo arte. Una pareja justiciera luchaba en las calles de la ciudad por las buenas películas.
Cuando ya me acercaba a lograr el deseo de sacar una revista de poesía, cine, ensayo, etc. (que terminó siendo el lagrimal trifurca), Fernando Chao ya había ampliado su radio de acción. Había ciclos que hacía, por ejemplo, con "el cura Barufaldi". Una vez trajeron a Haroldo Conti. Sin que nadie lo supiera (incluso yo), esa visita influyó (entre muchas otras cosas) para que terminara por irme a Uruguay. Porque Conti habló de un narrador, Juan José Morosoli, con un entusiasmo contagioso. Cuando terminó la charla, le pregunté dónde podía conseguirlo. Me miró con una especie de compasión cristiana. "Acá en Argentina es imposible", me dijo. "La única manera es cruzarse a Uruguay". A la larga, me fui, no sólo por eso, desde luego.
Una vez, diez o quince años después, me dio uno de esos ataques de ficción: pasé por Rosario un par de días, y encontré a varias personas de aquel entonces, tan increíblemente idénticas a tantos años atrás, que imaginé teorías fantásticas o seudocientíficas al respecto. La prueba definitiva (no recuerdo si en esa época seguían saliendo sus notas, o no, o menos) fue cruzar a Chao, que iba por la vereda de enfrente, hablando y gesticulando con alguien, bien articulado, con humor y precisión. "¡Está absolutamente idéntico!", pensé. En esa época ni se hablaba de clones, así que tenía que ser él. Por suerte hoy olvidé los motivos, pero ese día yo me sentía en cambio como si pesadas edades geológicas sucesivas se hubieran depositado sobre mis espaldas.
Lo volví a ver mucho después, hace poco, cuando ya venía muy seguido a la ciudad. Yo trabajaba desde hacía tiempo con alguien que se le parecía mucho: Homero Alsina Thevenet, también conocido como HAT. Como Chao, Homero era preciso, filoso, informado, caminaba con un ritmo imposible de seguir, castigaba con mano dura la estupidez o el exceso de petulancia (a veces, desde luego, con petulancia). Vino a dar una charla al Bernardino Rivadavia. Era un día de invierno, con una lluvia demoníaca. Cuando subimos a la sala, había diez personas, cinco de las cuales éramos amigos de él o gente que quería entrevistarlo. Yo había leído en algún lugar que el Bernardino estaba dirigido por Fernando Chao. En un rapto poco frecuente de lucidez, deduje que era el hijo.
Cuando Homero terminó, me acerqué a hablar con Chao jr. No sabía cómo empezar: ¿qué pasaba si... bueno, si Fernando Chao había seguido el destino de toda carne? Me acerqué y traté de explicarle cómo había importado su padre para mí durante una larga época. Me miró un poco asombrado, y me dijo: "Bueno, ¿por qué no se lo dice a él?". Se corrió un poco y allí estaba, con una mirada aguda, mirándonos, Fernando Chao padre.
Lo saludé un poco emocionado y le comenté cómo me había impresionado aquella vez en la calle, tan igual a sí mismo, a través del tiempo. Rápido, preciso, me miró un poco cachador, después de que intercambiamos dos o tres párrafos, y mientras arrancaba, con ese ritmo de caminata infernal, homérico, agregó: "Y ya me voy. Porque usted no conoce mi secreto", dijo. Hizo el gesto de bajar una tapa sobre sí mismo: "En cuanto llego a casa, me meto en el barril de formol". Hizo una pausa perfecta, como sólo él y Thevenet saben hacerla. Y agregó: "Y bajo la tapa". Y se alejó como el personaje de los avisos del whisky Johnny Walker, tan campante.



El cine Sol de Mayo cerró el 27 de junio de 1977.
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