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sábado  20 de
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Américo Rubén Gallego
El técnico de River padece estrés producto de las grandes e inevitables tensiones

La indisposición sufrida por Américo Gallego es un dato tan consistente como reflejo inmediato de su tono emocional y como penoso ejemplo de la cultura delivery que ha sentado sus raíces en el fútbol, que poco o nada importa conocer la verdadera naturaleza del episodio del miércoles en medio del partido que River y Racing jugaron en Mar del Plata.
¿Presión alta por estrés? ¿Malestar estomacal? ¡Qué más da! Hasta el menos avisado sabe que la cabeza del entrenador está poblada de fantasmas, no ya propios del fútbol profesional en general sino en particular de estos tiempos supersónicos de ídolos a la carta y héroes accidentales, que en un santiamén mutan de winners venerables a perdedores descartables.
Si hasta el propio presidente de River, David Pintado, ha declarado -en su tono aparentemente cándido y probablemente sincero- que nota preocupado a Gallego, porque "los resultados le urgen", y que trata, sin éxito, a la vista está, de explicarle que estos torneos de verano son irrelevantes y que, después de todo, es absurdo que nociones tan serias como vida y muerte se liguen al capricho de un gol menos o una derrota más.
Lo que no dijo Pintado es que justamente una circunstancia de esas que les son propias al juego (el tanto marcado por el paraguayo Derlis Soto, el empate contra Huracán, la posterior pérdida del torneo Apertura a manos de Boca), promovió la idea de una inmediata cesación de Gallego que, al cabo de dos semanas de incesante manoseo, carnaval mediático al dente, no se formalizó menos por enjuagues políticos que por amor a la coherencia.
Un director técnico hipertenso, entonces, en un fútbol hipertenso, implacable en el cumplimiento del pierde-paga, ley que en el caso de River ofrece un añadido paradójico: los segundos puestos no sirven, como en los célebres 18 años de sequía (1957/75), con la sutil diferencia de que River y no otro club ha ganado mayor cantidad de torneos en los 90 y dos de ellos conducidos por el ahora vapuleado compadre de Passarella.
Que el hombre está presionado es un dato de la realidad, que ha perdido aquella mezcla de ductilidad, agudeza y sencillez que tiñó su cometido siete u ocho meses atrás es fácilmente advertible, que lo inquieta la inminente seguidilla de clásicos estivales forma parte de sus confesiones públicas y que vive cada paso que da como el definitivo, o como el que puede garantizarle una supervivencia provisoria, es una deducción que cae por su propio peso.
¿Pero quiénes hacen zozobrar a Gallego? ¿Los dirigentes de River? ¿Los hinchas? ¿El periodismo? ¿Boca campeón de todo?
Todos y nadie, en definitiva, todos y él mismo, al final de cuentas, incapaz de sostenerse en el caudal de experiencia cosechada en el más alto nivel, como jugador y entrenador, acaso porque ni el más curtido puede resistir la tentación de ir tras la zanahoria del éxito y, al mismo tiempo, atenerse a las consecuencias de la otra cara de la moneda.
Gallego no es inimputable, desde luego, lo cual no le resta a su caso carácter de modelo, de patética semblanza de idearios que alimenta, sí, pero que no deja de padecer y, en última instancia, lo exceden.
Hace un par de semanas se decía que la medida de su gestión residía en ganar o no ganar la Libertadores y otros no le negaban gravitación a las primeras fechas del torneo Clausura, pero más temprano que tarde se quemaron los organigramas del largo y del mediano plazo y reina la ingobernable boca del buen resultado ya, ayer, antes de ayer, dentro de un rato, hasta en un entrenamiento con chiquilines de la sexta división.
Una desesperada carrera vaya a saber hacia dónde, una especie de delirio tóxico legitimado que, sin ánimo de asociaciones forzadas, ayuda a pensar la vida más allá de los estadios.


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