Sólo hay que levantar la cabeza para quedar maravillado con el paisaje serrano. Las ramas de los árboles van de un lado a otro al compás de las ráfagas de viento que suelen acompañar las tardes por estos lados, el canto de los zorzales desafían el silencio casi sepulcral y el sol espía desde arriba, a veces escondido entre las nubes. En una de las canchas del Colegio San Pablo, distante a tres kilómetros de La Cumbre, una parejita de mandiocas sobrevuela el lugar. Aletean, se incomodan, como anunciando movimientos cercanos. Todo es tranquilidad en Cruz Grande, nadie se atreve a molestar. Hasta la lluvia sería bienvenida y eso que lugareños afirman que hace meses que las gotas no besan sus mejillas. Es el sitio ideal para nacer, diría el más renuente rosarino afectado por la contaminación. Esto es lo más parecido al paraíso. Acá nadie te molesta, la gente es muy respetuosa. Con decirte que hace más o menos cuarenta años que no se produce un robo a mano armada. Y estamos hablando de Argentina, se ufana Gabriel, uno de los chicos que acompaña el amanecer en medio de las arboledas mientras se gana el pan de cada día con el reparto de diarios. Mientras todo permanece inalterable, el vecindario de Cruz Grande se acerca tímido, casi como pidiendo permiso, en busca del primer contacto. El micro de la empresa Tirsa asoma la trompa por el fondo de una avenida infinita y un grupo de arriesgados se anima a atentar contra la lógica: Ahí vienen chicos, vamos a pedirles un autógrafo, gritan dos pueriles visitantes, carcomidos de vergüenza. Así es la vida de Central por estas tierras, ni siquiera la presunción de que nada modificará el curso normal de los días puede alterar lo que vinieron a buscar los muchachos. Esa paz y tranquilidad tan esquiva en Rosario.
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