Año CXXXIV
 Nº 48975
Rosario,
jueves  21 de
diciembre de 2000
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Editorial
Fútbol sí, violencia no

El fútbol es un deporte maravilloso, al tiempo que un espectáculo bellísimo. El verde del campo, el alto número de contendientes, la movilidad constante, la inacabable variedad de jugadas individuales y de conjunto a que da lugar y la fácil comprensión por todos convierten a esa expresión del talento y el físico en un hecho de irrefrenable atracción para la mayoría. Tanto es así que se trata del deporte más popular del mundo, con millones de adeptos que lo siguen y practican tanto como pueden.
Para felicidad de las multitudes de aficionados, estas condiciones aseguran una larga vida al fútbol. Esto es así en todos lados, con la excepción de la Argentina. Es que aquí se está haciendo lo necesario con el fin de acabarlo, de obligar a que su práctica -por lo menos en cuanto espectáculo en directo de alta competencia profesional- sea desterrada para siempre.
Este discurso responde a la increíble cuota de violencia que, con variantes y recorriendo implacable el país de uno a otro extremo, tiñe con el color del espanto una realidad que, a poco que se supera el asombro, genera profunda zozobra. Esto como consecuencia de que no se observa una solución efectiva para tan grave y absurdo problema.
El fútbol argentino contabiliza 141 muertos, cinco de los cuales ocurrieron este año y dos en diciembre (sin dudas, otras dos marcas más). Y ello sin atender a los miles de heridos y las incontables agresiones y pérdidas materiales que, sin solución de continuidad, se suceden cada semana.
A que la violencia de algunos descerebrados irrecuperables esté hiriendo de muerte al fútbol en este país aportan casi todos aquellos que dicen amarlo y defenderlo. En primer término lo hacen las barras bravas, engendros colectivos de destrucción y maldad surgidos de la mezcla explosiva de falta de adaptación, delincuencia y resentimiento. Son verdaderas usinas del mal con las que, en una clara manifestación de irrecuperable y suicida esquizofrenia, colaboran con hipocresía muchos de los propios directivos de los clubes. Directivos que, obviamente, toleran, cuando no alientan ya que muchas veces utilizan para sus propios fines, a aquellos que los están matando. Otro tanto ocurre, con matices y sin olvidar los casos de extorsión, con los futbolistas y la conducción técnica de los equipos, que aportan a la financiación de la violencia.
A todo esto se agrega un poder público que, por incapacidad y por adolecer de una real fuerza de voluntad para acabar con tan grave problema, se convierte en partícipe necesario de la violencia y el crimen. Acción a la que adhieren con su indiferencia casi todas las organizaciones sociales.
Los responsables por acción y omisión de la violencia en las canchas están acabando con el fútbol argentino. Si la situación no cambia, el asunto será saber cuántas muertes más habrá que llorar hasta que ese lamentable momento llegue.


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