Miguel Pisano
El enésimo disparo sonó con la fuerza de una sentencia y segó la vida de Mariano Guaraz, un pibe de 17 años que había cometido el delito de pelearse con la policía, mientras portaba la camiseta del corazón. Era una primaveral tarde de diciembre cuando Morón jugaba el clásico como visitante de Brown, hasta que un incidente entre un grupo de hinchas del Gallo con la policía desencadenó la inexplicable balacera de los uniformados, que terminó con los días de un joven hincha y mandó a otro al hospital, en grave estado. La violencia social que aqueja al mundo en el nuevo siglo no es sólo privativa del fútbol, pero tampoco la misma debería servir de consuelo alguno. La pasión que genera el mejor juego del mundo no debería ser teñida por la locura de la violencia, justamente en una sociedad y una cultura violentas. Si parece mentira que las canchas no cuenten todavía con un simple detector de metales, que los hinchas no puedan convivir sin violencia más allá del lógico folclore y, sobre todo, que haya policías que disparan impunemente sobre los jóvenes y, más aún, que todavía continúen enfundados en sus uniformes, desde los que juegan para el equipo de la ley de la calle, aunque recién el domingo la Justicia detuvo al presunto homicida. Parece mentira casi tanto como que un mundo de exclusión y globalizador de miseria reproduzca el modelo de una sociedad con todo tipo de carencias, no sólo económicas, sino y sobre todo, de educación, de contención y de afecto. En definitiva, el fútbol es el mejor juego del mundo y una de las mayores pasiones, qué duda cabe, pero en modo alguno tamaña fuerza puede servir para justificar la pérdida de una sola vida. Sí, es hora de parar la pelota.
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