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 domingo, 11 de febrero de 2007  
[Primerapersona] Juan Carlos Moisés
"La escritura juega conmigo"
Sin estridencias, el escritor chubutense Juan Carlos Moisés viene construyendo una de las obras más sólidas de la poesía argentina contemporánea. Dos nuevos libros lo demuestran

Por Osvaldo Aguirre / La Capital

Juan Carlos Moisés nació en Sarmiento, provincia de Chubut, en 1954. Casi sin moverse de esa pequeña ciudad, tan alejada de los centros culturales, ha producido una obra que desde hace tiempo tiene su lugar ganado entre lo mejor de la poesía argentina contemporánea y que asume proyecciones igualmente destacadas en el teatro y el dibujo. El año pasado fue uno de los más fructíferos en su carrera, como lo demuestra la publicación de dos libros: “Museo de varias artes” (primer premio del Fondo Nacional de las Artes año 2005) y “Palabras en juego”.

La historia de Moisés como escritor tiene un vínculo fuerte con Rosario. Sus tres primeros libros aparecieron publicados por sellos de esta ciudad: “Poemas encontrados en un huevo” (La Cachimba, 1977), “Ese otro buen poema” (El lagrimal trifurca, 1983) y “Querido mundo” (El lagrimal trifurca, 1988). “Los poetas de Rosario fueron mis primeros contactos fuertes y continuos en la poesía —dice—. Si en 1973 le dieron cabida a un pibe de 18 años que nunca había publicado un poema —y muy poco era lo que había escrito—, podemos deducir de qué calidad de personas estamos hablando”.

Pero a partir del tercer libro se abrió un paréntesis de dieciséis años sin que publicara poesía. Fue un período en que Moisés se dedicó a la dirección y la escritura de teatro. Así, “fui conociendo un campo de experimentación que amplió mis límites e hizo tambalear el pie de apoyo en el que creía sostenerme. En esos años seguí escribiendo poesía, pero pocas cosas me dejaban conforme”. Mientras esa tarea transcurría en secreto se hacía visible una obra dramática, con textos como “La casa vieja” (1991), “Muñecos, un cuento de locos” (1993), “El Tragaluz” (1994) y “La oscuridad” (2002), entre otros dramas representados en distintas salas del país.

En 2004, con un nuevo libro de poemas, “Animal teórico”, Moisés demostró que esa etapa había sido también de maduración. “La poesía puede ser urgente, pero el poema requiere todo el tiempo del mundo”, apunta.

—¿Cómo conviven en tu vida la escritura de poesía, el teatro y el dibujo?

—Conviven, a veces, como distintas caras de la misma moneda; siempre, con un grado de parentesco difícil de precisar, algo parecido a lo que sucede con el fenómeno de los vasos comunicantes. La poesía y el dibujo guardan una relación más estrecha, y son las actividades que comencé a hacer paralelamente desde un comienzo. Cuando años más tarde comencé con el teatro, la poesía y el dibujo le aportaron cosas. El teatro, sin embargo, cocinado a fuego lento con la implicación de los actores durante los ensayos y del público en la obra en vivo, me absorbió de tal modo que pareció postergar mi contacto con la poesía y el dibujo. Ahora, pasado el tiempo, aprendieron a convivir: las tres actividades se tocan y se influencian mutuamente. El rasgo común que me interesa es la necesidad de generar sentido, no por encantamiento sino por reflexión.

—“Mientras no llega el poema, dibujo”, dice un poema de “Palabras en juego”. ¿Este verso tiene un correlato con las dificultades y las posibilidades de la escritura?

—De eso se trata. El poema permite distintos abordajes. Suelo ir del poema al dibujo y del dibujo al poema con resultados diversos, como diversos son los envases. Dificultad y posibilidad es el desafío de entrar en esa materia que se resiste para darle forma de objeto artístico. Poco y nada sé del poema antes de escribirlo.

—El sentido de pertenencia regional es muy fuerte en la Patagonia. ¿Cómo te ubicás en ese sentido?

—Cuando comencé a escribir poesía confieso que no sólo no tomé modelos patagónicos de escritura, que por otra parte no conocía demasiados, sino que traté de tomar distancia de ellos. Lo patagónico como símbolo o lugar común no era lo mío. Preferí hurgar en mi realidad natal, en el entorno cercano, en lo que se ve al descuido. Una laguna pequeña me bastaba, y a veces me basta, para poner en funcionamiento el mecanismo de la poesía. Con, y desde, ese pequeño espacio, es posible la tentativa de expresar un mundo más amplio. En las primeras lecturas me identifiqué con los poetas del 50, que publicaban en la revista Poesía Buenos Aires. Desde Raúl Gustavo Aguirre a Alejandra Pizarnik, y sus contemporáneos. Y no menos importante fue conocer lo que se escribía y publicaba en Rosario en los 70. También, y muy especialmente, la poesía de Darío Canton fue muy importante en mis comienzos. Estoy refiriéndome a gente que a su modo, y en su momento, depuró el lenguaje de la poesía argentina. Con todo, la Patagonia como metáfora o símbolo me genera inquietudes reflexivas. Las grandes extensiones de esta tierra tan particular, habitada por una gran diversidad étnica, invitan a generar sentido.

—En “Palabras en juego” se habla de “una poesía que surge de la experiencia/ y una experiencia que surge de la poesía”. ¿Lo significativo de la experiencia es perceptible por la poesía? Por otra parte, ¿cómo explicás la presencia fuerte de la infancia y del mundo familiar en tus poemas?

—En el principio, fue la experiencia. Mi infancia fue tan vital como sea posible imaginar. Y de pronto, al final de mi adolescencia, apareció la poesía como quien se levanta una mañana y se despierta en el cuerpo de Gregorio Samsa. No tuve opciones. Podría haber seguido como si nada hubiera pasado, pero me dejé tomar la mano por la poesía y me dejé llevar. No necesité “suicidarme”, como dijo Hemingway, para tener algo de qué escribir; tenía a mi infancia. La poesía es una posibilidad de recrear la experiencia, y en mi caso de transformarla en un medio de conocimiento antes que de representación, como dijera Montale. La chacra donde vivían mis tíos y la abuela fue mi primer hogar, indistintamente con la casa de mis padres y las calles de mi pueblo. O más, fue mi “mundo alucinante”. Podría entenderse así: una poesía que surge de tíos y tíos abuelos, de mi abuela María, de mi bisabuela Lorenza, de mi bisabuelo Blas, el más dramático de todos por su actividad política, y a su vez el más secreto porque nos fuimos enterando de a poco, y por qué no de mi padre, el más divertido de la fiesta. Después se me fue imponiendo un tío ficticio, no menos real: Samuel. Con una impronta teatral, y existencial, se advertirá. Mi mujer y mis hijos, entretanto, fueron el mundo privado en formación que me sostenía, y que también podía ser escrito.

—Las reversiones y las paradojas son frecuentes en tus últimos dos libros. Hay algo o bastante de juego y de humor, pero esa comicidad tiene su toque kafkiano. Uno se queda con la sonrisa a medias, intuyendo que hay algo más que el sentido inmediato.

—La vida es un chiste contado por Kafka y actuado por Groucho. La solemnidad nunca me calzó bien. La vida no es un juego de niños, por cierto, pero sigo jugando con la escritura como de chico jugaba al fútbol, trepaba a los árboles o andaba a caballo. Sólo que la escritura también juega conmigo. En ese juego recíproco, de insospechadas tensiones, son inevitables las reversiones, las paradojas, las miradas en espejo, las contracaras, los movimientos coreográficos de las palabras, en mi caso, de uso medianamente cotidiano. El resultado son pérdidas y ganancias. Si coincidimos con Roland Barthes (“literatura es la pregunta menos la respuesta”), creo que entre el aire juguetón y el toque kafkiano se reparten en mis poemas las preguntas y las respuestas. Pero me parece que la literatura es algo más que preguntas y respuestas. Cuánto me gustaría poder lograr que el objeto llamado poema permitiera al lector poner en funcionamiento un mecanismo de percepción, y por lo pronto de reflexión, mediante el cual no tanto meramente complete lo que el autor omitió poner en el texto —que es lo de menos— sino que pudiera obtener otras combinaciones posibles.


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