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 miércoles, 01 de junio de 2005  
Reflexiones
Estrategias culturales

Juan José Giani

El entusiasmo patrio aflora cada 25 de Mayo. Simbologías, rituales y protocolos institucionales se anudan con periodicidad infalible para rememorar una gesta que hace las veces de carta natalicia de la genuina historia nacional. Como no podía ser de otra manera, esta exaltación colectiva de las épicas libertadoras rehúye el abordaje minucioso, el análisis retrospectivo del contexto que viabilizó aquellos hechos y del devenir concreto que protagonizaron nuestros próceres. El sosiego reflexivo entorpece futilmente las algarabías populares pero facilita a su vez extraer enseñanzas de neto impacto político.

El primer ejercicio evaluatorio relevante de los episodios de Mayo fue el diseñado por la Generación Romántica del 37. Sarmiento, Alberdi y Echeverría simpatizaban abiertamente con los valores que allí se desplegaron, pero hicieron oír con enjundia su disconformidad respecto de los procedimientos con que se pretendió plasmarlos. Las centelleantes luces de la modernidad irrumpieron vigorosas en aquellas jornadas pero un sinnúmero de torpezas y obstáculos parecieron desbaratar el triunfo definitivo de su mensaje. Se estaba por lo tanto ante una revolución inconclusa, que para arribar a buen puerto no podía menos que advertir una dificultad esencial. Una malsana combinación de geografías inhóspitas y dominación hispánica había moldeado conciencias americanas serviles, neuronas reacias al vendaval civilizador, una amalgama étnico-cultural inepta para plegarse prestamente a la virtuosa fórmula que cundía con fluidez en EE.UU: república y capitalismo.

Fue allí que surgió entonces la primera gran política cultural que conoció el país. Verticalista y pedagogizante, postulaba que sólo una radical purificación simbólica permitiría destrabar el futuro de una nación asfixiada por los infortunios que ocasionaba la barbarie criolla. Un estado estricto y bien asesorado por las autosuficiencias del intelecto, alentando la llegada de inmigración anglosajona e inaugurando escuelas orientadas a la formación técnico-industrial. He ahí una estrategia que cabe denominar cultural por cuanto aspiraba a suscitar gigantescas mutaciones idioscincráticas. De la indolencia, el feudalismo y el caudillaje a la laboriosidad, el asociativismo y el voto responsable.

Las ideologías nacional-populares vislumbraron en esta elaboración programática el punto de arranque de un funesto experimento político. Un estado portador de verdades descendentes y pontificadoras alojaba en sus entrañas los tentáculos del elitismo cultural. Alambicadas meritocracias del buen gusto que pueblos indóciles debían digerir si aspiraban a contar con un sitio en los cariños oficiales. La apelación a los talentos anglosajones degeneró en complicidad con las patrañas del imperialismo británico y la recusación del caudillismo argumentó reiterados fraudes patrióticos. La nueva política cultural no podía ser ya piramidal y monológica sino ascendente y polifónica, priorizando sin duda los productos antes bastardeados que emanan de los sectores subalternos. La tarea del estado no consistía en corregir cosmovisiones defectuosas sino en amplificar las voces soterradas del argentino esencial.

Enfrentadas en el terreno ideológico, ambas estrategias culturales exhibieron sin embargo sus furibundas controversias sobre un escenario común; una y otra se alimentaron de una estrecha vinculación entre cultura y transformación, una concepción totalizante que supone que detectada una determinada clave de lo real ésta somete al conjunto a los efectos irreversibles de su lógica. Fueron, sin duda, filosofías de la intolerancia, terapias rotundas que veían en su contrincante el rostro espurio de lo desechable. Tiranías oligárquicas enfundadas bajo la túnica del paladar estético exquisito o manipulación de los desvalidos en clave plebiscitaria. Drástico antagonismo abrochado no obstante por la común certeza de una revolución en curso.

Frente a ello, la condición posmoderna se constituye en la convicción de que los discursos emancipatorios son apenas simulacros que desembocan en despotismos. Creciente homogeneización de la vida social que culmina sofocando la fértil proliferación de las multiplicidades. No caben aquí privilegios ontológicos ni ampulosas batallas regenerativas; tan sólo un esmerado respeto por la circulación fecunda de las particularidades. La política cultural se asocia entonces a la idea de equilibrio. Gestión sin preferencias que se legitima en la medida que nadie se considere excluido frente al avance de algún autoritarismo de la verdad. Pasamos aquí de la intolerancia a un cierto cultivo de la indiferencia. Segmentados cotos de lo real que resguardan la lógica del otro sin mostrar por ella interés ni afecto.

Henos aquí finalmente a principios del siglo XXI; averiado severamente el maridaje Cultura-Revolución y con palpable disgusto frente a la ponderable pero pálida noción de que la buena gestión cultural debe reducirse a la atención generosa de todas las partes. Frente a los que recurrentemente reclaman "estrategias" o "proyectos" culturales vale señalarles que aquella demanda suena hiperbólica en tanto anacrónica: cualquier fragmento que se percibiese menoscabado en dicho plan denunciaría amiguismos o arbitrarias marginaciones. El vertiginoso e irreversible pluralismo valorativo del mundo contemporáneo atravesó un umbral relativizante del que no parece posible retornar.

Reivindiquemos no obstante una política cultural a-tolerante, esto es sostenida en una hipotética y tendencial comunicabilidad de las diferencias. Serán deseables así aquellas acciones potencialmente dialógicas, esto es, arquitectas de un intercambio atractivo pero tenso entre perspectivas e inquietudes diversas. Desafío regulativo que tendrá en su perenne inconclusión su mayor riqueza. La armonía plena entre las interpretaciones anula el sentido mismo de la vida cultural; la parcelación sin apertura aborta cualquier atisbo de destino solidario.

Pensemos el Plan Cultural como un encadenamiento estructurado de énfasis, de prioridades tenues pero explícitas apuntaladas en una sabia asignación presupuestaria. Los énfasis a seleccionar remitirán, claro, a las determinaciones históricas. En pueblos lacerados como los nuestros, habrá que trabajar con ahínco para tornar visibles las diferencias que insistentemente sufren deliberado ocultamiento: las estéticas apremiadas por las restricciones de la pobreza y las voces discordantes que la industria cultural desprecia o banaliza.
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