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 domingo, 29 de mayo de 2005  
Panorama político
Kirchner sacó un aprobado pero con materias pendientes

Mauricio Maronna / La Capital

Si se despeja la hojarasca de los encuestadores a sueldo que, en un innecesario insulto a la inteligencia, quieren hacer creer que la Argentina está en la antesala del paraíso, o se toma distancia de los predicadores del apocalipsis, la marea devuelve, al fin, nada más ni nada menos que la realidad: Kirchner termina con un aprobado su segundo año de mandato.

La reconstitución del poder presidencial, el muy buen manejo de la macroeconomía y algunas decisiones inobjetables sobre determinados estamentos corroídos por el descrédito le permiten ingresar a la última mitad de su mandato (antes de que el tema de la reelección empiece a repiquetear) sin el complejo de inferioridad con el que asumió. El cuasi patético 22,2% de los votos con que llegó al poder (gracias al aparato del conurbano impenetrable que creyó darle en comodato Eduardo Duhalde) ya es historia.

El irascible santacruceño se sentó en el Sillón de Rivadavia dispuesto a hacer comprobar una máxima de la política llevada al papel por Edmund S. Morgan en 1988: "El éxito en la tarea de gobierno exige la aceptación de ficciones, exige la suspensión involuntaria de la incredulidad, exige que creamos que el emperador está vestido aun cuando veamos que no lo está. Para gobernar hay que hacer creer, hacer creer que no puede equivocarse, o que la voz del pueblo es la voz de Dios. Hacer creer que el pueblo tiene una voz o hacer creer que los representantes del pueblo son el pueblo. Hacer creer que todos los hombres son iguales o hacer creer que no lo son".

Al margen de las oscilaciones ideológicas de la clase media (el termómetro de la política), el clima preanárquico en el que derivó el paupérrimo gobierno de la Alianza sembró un estado cercano al terror.

A la hora del análisis político no solamente los sociólogos cargados de oropeles van en ayuda del periodista que tiene que hacer uso del pensamiento rápido para describir el estado de las cosas. Una estrofa de Luis Alberto Spinetta (luego del infierno de diciembre de 2001) también tiene valor empírico: "La gente ya se cansó de golpear y golpear".

El espacio de la indignación de la clase media fue ocupado por el jefe del Estado. El estado de campaña permanente sedujo como una geisha a las capillas progresistas que vieron en el "flaco" (José Pablo Feinman dixit) a un personaje incontaminado que llegaba para cambiar la historia y terminar con el peronismo, ese monstruo de mil cabezas que la progresía quiere exterminar pero que nunca termina de morir.

La noventofobia que hoy domina a los mismos sectores que gozaron del 1 a 1 paseándose por el mundo y ayudando a engrosar el 52% de los votos que Carlos Menem logró en el 95 fue el caballito de batalla con el que Kirchner salió a cabalgar. Pero con el rebenque en la mano.

Utilizó la Cadena Nacional par hacer caer como un castillo de naipes la mayoría automática del menemismo, decapitó a las Fuerzas Armadas y a la Bonaerense, denunció conspiraciones cada vez que alguien se atrevió a cuestionar sus decisiones y les dejó bien en claro a sus ministros "quién es el que manda y quién es el mandao". Un encumbrado ministro le dijo a este diario: "Para trabajar con el Lupín te tenés que acostumbrar a la cuota de humillación diaria". Algo que después Gustavo Beliz blanqueó desde el despecho.

El justicialismo, que huele el poder como un tigre a su próxima víctima, quedó rendido a sus pies y, en ese gesto, el presidente pudo ganar la madre de todas las batallas. "En política, las heridas más letales son las infligidas desde atrás. El partido opositor rara vez causa tanta angustia como el propio", les decían en el oído a Bill Clinton los émulos contemporáneos de Maquiavelo.

Kirchner cometió (y comete) errores que la sociedad dejó pasar, y que la oposición no pudo capitalizar por su falta de espesor político. La encrespada marcha de la política exterior, con su cuota diaria de conflictos con gobernantes de cualquier sesgo ideológico, podría haber tenido consecuencias graves para el país. "Argentina es como un púber al que se le perdonan algunas inconductas para que no se convierta al fin en un adolescente incontrolable", graficó ante este diario un diputado alemán, de paso por Rosario.

El estilo K (agresivo, parlanchín, gritón y casi vulgar) se complementa con la personalidad obispal de Roberto Lavagna, artífice de la marcha sin sobresaltos de la economía, que atesora un superávit fiscal que hubieran envidiado hasta los gobiernos más conservadores de América latina (casi 4.500 millones de pesos en el primer trimestre de 2005), de la salida del default y de una notable reducción de la deuda.

Bajo la actual administración, sin embargo, creció la brecha entre ricos y pobres, aumentó el índice de pobreza e indigencia, los salarios corren detrás del aumento de precios de la canasta familiar y, si no se miden los planes sociales a la hora de formular los índices, el desempleo se elevaría al 18%.

Para que tras el encandilamiento no sobrevenga otra desilusión, el gobierno deberá cambiar esta realidad durante los dos años que le quedan por delante.

Cuando asumió la Presidencia, el 25 de mayo de 2003, Kirchner dijo que su objetivo era construir un país "normal". Para que eso suceda todavía hay capítulos inconclusos. La Argentina no navegará en aguas tranquilas mientras todo parezca depender de un único hombre. La alternativa "yo o el caos" suena tan destemplada como oxidada.

Sin reforma política, más temprano que tarde, la sociedad se hartará del gatopardismo y de las mismas caras.

Además de la mediocridad opositora, la prensa adicta puede terminar convirtiéndose en un bumerán. ¿O acaso un observador imparcial no debería sentir vergüenza ajena cuando los que señalaban a Kirchner como el hombre que "cambió la historia" trazaron un balance negativo de estos dos años porque al presidente se le ocurrió concederles una entrevista a los "fascistoides de Radio 10"?

Se dice que durante los dos primeros años un presidente consume sus energías en gobernar y que los últimos dos son utilizados para lograr la reelección. En esto, Kirchner se diferencia de los demás: desde el mismo momento en que asumió, su táctica es la de la campaña permanente. Mal que les pese a algunos editorialistas que han venido pronosticando reiterados cambios de estilo, nada indica que esas formas cambiarán.

"Una táctica que sirve para ganar jamás se toca", dicen los entrenadores de fútbol. Aunque parezca una frivolidad comparativa, en política casi siempre pasa lo mismo. Resulta difícil creer que Kirchner sea la excepción a la regla.

Hasta ahora va ganando la partida y no hay rivales que parezcan estar a la altura del conflicto.


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