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 jueves, 19 de mayo de 2005  
La edad del hielo

Adrián Abonizio

Dicen que constituyen la tercera edad. Dicen que son adultos mayores. Les llaman gerontes, (suena a clasificación científica de brontosaurio). Dicen que son abuelos, los catalogan como "la edad madura". Lo que no hablan es de sus hermosuras bíblicas, sus misterios profanos, los arrabales alucinantes de sus historias. En todo caso, el escrito nocturnal de algún periodista los exalta, pero con un texto tan pobre y piadoso que en realidad dan ganas de alejarse de ellos como por vergüenza ajena. Les aviso: estoy defendiendo al gremio, a mi futura especie amenazada; a lo que me habré de convertir si no sucumbo a un asalto o a algo más atractivo como un naufragio o una muerte en batalla libertaria. Mi ecuación es simple: para los viejitos soy un jovencito, para los adolescentes un anciano. Lo cierto es que los estudio con prolijidad de entomólogo. Sé como huelen y como se visten mal y que ya no les importa si combinan o no el traje o las polleras. Sé que se consideran borrados de la vida, al costado de la hoja del cuaderno. Los he visto amontonados en los hospitales y caídos, sin gloria. Ellos saben que los espera la filosa y la degradación. Están jubilados, cuesta abajo, en la recta final, "out" de todo. ¡Ay, que universo cruel el que permite no considerarlos como reservorio y repaso de la historia! Los saquean en las ventanillas, les rompen la crisma a fierrazos, los hacen matarse en las colas de los inviernos escarchados de gripe. Viven dando explicaciones cuando tendrían que recibirlas. Los miro, los oigo y me digo: pero, como, si han tenido una vida ¿En donde está? ¿Está allí, dentro de ellos? ¿Porque las señoras se han replegado a ser abuelitas o los señores a ser solo viejitos inofensivos? No propongo que anden por los aires montando avionetas, escalando rascacielos, bailando semidesnudos y drogados en fiestas interplanetarias, pero creo que al peso específico de unos huesos frágiles y algunos achaques propios de la era geológica le agregan otro, más poderoso, el peso de la cultura. Y hablo por mi, ahora; por las bodas de plata cercanas conmigo mismo y no quisiera el abismo de la pena cuando me llegue el momento. Quisiera morir envilecido por ser un mal ejemplo antes que un viejito penoso; un bicho exótico; un ser con laberintos interesantes y seductores, nunca un objeto oxidado. Ruego que Dios o el Malo no me tuerzan como a las plantas endebles y el viento lluvioso del pavor no logre amontonarme en una cocinita donde siempre habrá de estar hirviendo algo incomible, mientras un Tinelli venial pretenda que me sonría de sus cámaras ocultas. No me asusta la vejez, lo que me asusta es la mirada de los demás cuando llegue a carcamán si el destino que está escrito se borronea en una distracción de Dios y efectivamente muera, cosa que descreo. No quisiera que me consideren transparente. Ellos son la tumba y a su vez el presente eterno. Yo pienso y repienso mucho en sus vidas; en sus sexos. En sus noches con sombras. En sus pies fríos y sus carnes flojas. En sus ropas, en sus camisones; en sus calzoncillos y todo esto ha de ser largamente triste como lo es la edad del hielo en un cielo de luz, música y escenario sólo para jóvenes. Repaso esto amigos porque ayer, he tenido una revelación. Una señora mayor me ha producido en una charla casual lo que los hombres sentimos bajo la cintura primero y tal vez luego, más arriba, a la altura del corazón si prospera el asunto. Mientras escribo esto veo pasar por la ventana de este bar angular un océano de hormonas de féminas vigorosas, con sus dentaduras sanas de animales fortalecidos y sus protuberancias crecientes y sé que jamás sentirán algo parecido conmigo. Milagro, que de ocurrir, acabaría con la magia barata y filosófica de este escriba, quien de poder concretar algo habría de terminar sus días, su vejez, no ya en algún paraíso a salvo de la crueldad que se le concede a los gerontes como premio, sino tras las poco románticas rejas de una prisión. Eso sí: narrando en cuadernos Rivadavia aquel y otros amoríos, tan prohibidos como inventados.

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