La Capital
edición especial
      sábado, 20 de noviembre de 2004  
Desde las sedes
Capital de la lengua
El Congreso

Me preguntan si nací en Rosario
Un texto del gran periodista y escritor que cultivó la memoria de la ciudad en su escritura

Raúl N. Gardelli

Me preguntan si nací en Rosario y acerca del motivo de mi preocupación por la ciudad. Me gustaría explicar ambas cosas, aunque quizá ya lo haya explicado. Lo haría de manera indirecta, refiriéndome a una jarra, un reloj que se niega a seguir midiendo el curso del tiempo, un bastón de ébano (de plata tanto la jarra como el reloj y la empuñadura del bastón); tal vez, pocos papeles.

En mi respuesta diría: Esta jarra fue heredada por Virginia, mi abuela santiagueña. Se la dejó su madre, Clara de la Plaza, nacida en Salta, casada Clara con Solano Sánchez, también salteño (lo llamarían Don Solano, y él, se me ocurre, durante las pausas entre uno y otro mate respondería con parsimonia, ajeno, pese a su nombre de connotación eólica, al ímpetu del viento que sopla desde donde nace el Sol). Emigraron a Santiago del Estero, Dios sabe por qué azar, feliz o desgraciado.

Conservada durante muy largos años, primero por mi madre, luego por mis hermanas, ahora junto a mí, la jarra de plata tuvo la virtud de llevarme al pasado. Otra máquina del tiempo, como la de Wells. Sin olvidar la tecnología fílmica de "Volver al futuro". San jacinto, aledaño a Carmen del Sauce (ya he mencionado a San Jacinto, pero no puedo sustraerme al deseo de hacerlo de nuevo). Denominación, la de San jacinto, debida tal vez a la peregrina vanidad de perpetuar su nombre que dominaría al abuelo Jacinto López, quien construyó la casa de sólidas paredes (él las habrá supuesto inderruibles) y puso defensas contra el indio. No faltaba el mirador, atalaya de la llanura.

En San Jacinto se casaron mis padres, porteño él, igual lo sería el primogénito; ella rosarina, como habría de serlo la primera de sus hijas. Los tres hermanos menores asistimos en San Jacinto a la iniciación en la triple maravilla: aire, luz, ternura.

Podría pensarse en una línea imaginaria -geográfica y temporal- trazada desde Salta (¿no lo habrá sido desde más lejos?). Pasaría la línea imaginaria por Santiago del Estero, más tarde por Carmen del Sauce, cuando el pueblo, ahora histórico y pobre, estaba naciendo. Antes de llegar al Rosario penetraría en las amplias piezas de San Jacinto, sin importarle las puertas aseguradas por gruesas trancas de hierro; atravesaría el patio de baldosas asombrado por las hojas de gigantescas parras que se enlazaban, confundiéndose; el jardín exuberante de jazmines, y el patio de tierra con veredas de ladrillo, cuyos paraísos, aliviadores de la siesta, hacían pensar en el jardín del Edén, el Paraíso; la huerta frutal con su plural aroma de duraznos, damascos, ciruelas, granadas, membrillos... (frutal y plural, seductora cacofonía). En verano, cuando volvíamos huyendo del agobio de Rosario, mis ojos niños no se cansaban de mirar la noche habitada de secretos y, ya en la cama, en el fugaz presueño, yo contaría, una vez y otra, los rotundos tirantes de madera dura sustentadores del techo de azotea.

He hablado del reloj de plata que fue de mi padre, máquina ahora detenida a raíz, paradójicamente, de la marcha imparable de las horas, la abrumadora suma de días y años. Tengo una carpeta con testimonios de hondas raíces parmesanas. Mediante un certero, único golpe de estilete, el bisabuelo Antonio Carra mató en su ciudad al déspota extranjero. Perseguido, tras arduo andar, llegaría desde Parma al amparador exilio en Buenos Aires. El abuelo Gardelli, a los 18 años, en 1860, participaba ya, voluntario garibaldino, en la campaña de Sicilia; su intervención en la guerra de 1866 le valió la paga nominal de 72 liras, de las cuales le fueron retenidas 44.95, valor de la carabina y la cartuchera que se empeñó en llevar consigo. Cobró 27.05 liras.

(Entre paréntesis, dos notas: en el número 1 de La Confederación -25 de mayo de 1854-, arranque del periodismo en Rosario, aparecía la noticia del tiranicidio en Parma. El bisabuelo Carra daba motivo así a la primera información extranjera que se publicaba en la ciudad que sería la de varios de sus bisnietos, uno de los cuales habría de iniciarse en el oficio de periodista ochenta y cinco años después, precisamente en la sección Exterior, en La Capital, cuando la guerra. La otra nota: en oportunidad del Congreso Eucarístico -1950-, la estatua de Garibaldi fue disimulada. Hoy no ocurriría, creo).

Una jarra de plata, un gastado reloj, un bastón y amarillentos papeles definen mi condición de rosarino. Llegué de 3 años apenas, trayendo en mí una síntesis genética esencial en esta ciudad. En el poema IV de "Ciudad" lo expresó Felipe Aldana, su genio poético: "Alemanes, polacos, yugoslavos... / En tren de agua y en río de metal / llegaron a Rosario / españoles, ingleses, italianos, / a enfrentar sus mundos con el mundo / en horas de trabajo ( ... )". Esta ciudad de la que alguna vez me habré burlado, pero en la que estudié algo, trabajé un poco, o más que un poco; amé, sufrí, me enfermé, disfruté de la amistad, asistí a los desgarramientos de la muerte. ¿Cómo no sentiré mía la ciudad de todo eso y mucho más? Ciudad donde me exalté y padecí con el país, con el mundo, donde -valga la paráfrasis- me dolió la Argentina. En la que vi a presidentes -la lejana figura de Alvear, inolvidable-, en la infancia a un príncipe que luego sería desdichado rey; muy ahora a un rey y una reina, al Papa, a poetas ilustres. En cuyo cine Real escuché, de jovencito, a Lisandro de la Torre cuando pronunció su estremecedor discurso como candidato a la Presidencia a la Nación: la actitud, la vibración de la voz. En el Odeón representaron para mí (habrá sido para muchos, pero siento que era para mí) Ernesto Saccone y Margarita Xirgu.

Ciudad ésta donde mi imaginación infantil fabuló sin palabras sobre extraños países encantados, como aquellos de los cuentos. Países melancólicos, con ciudades muy otras que la mía. Ciudad cuyo tiempo viejo me place evocar.

Hay ciudades deseadas, otras soñadas, las hay inolvidables, pero hay ciudades vividas.

Así como la magia de una jarra antigua me llevó al pasado, nuestra bisnieta (corresponde el momentáneo uso del plural), Ximena, mágica, me indujo a entrar en lo futuro. Un sueño. La soñé. Un sueño insoñable. Inasible casi, quizá inenarrable. Sin embargo, lo asgo y lo narro a mi modo.

La inconstruida casa, indiferente a la mudanza del tiempo. Indiferente a él. Dos balcones cuyos balaustres se irían esfumando parecían asomarse a un patio interior, cada vez menos dibujado. Imprecisas imágenes saliéndose de la onírica memoria. Ocurre en el gran teatro, donde la escenografía, por muy rica que pueda ser, se va haciendo insignificante, se borra ante el deslumbramiento provocado por las palabras del poeta y por las voces, los silencios y los gestos de los actores.

En ese patio, que no lo era, patio irrepetible Ximena venía hacia mí, venía mostrándome sus nietas, presentándomelas. Yo había muerto quién sabe cuándo.

Momento de prodigio, quizá imposible. Esa casa ¿guardaba, guardará, la jarra de plata de mi bisabuela Clara?


enviar nota por e-mail