La Capital
edición especial
      jueves, 18 de noviembre de 2004  
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Capital de la lengua
El Congreso

Las aventuras textuales del Quijote, un clásico que nació hace 400 años
La tradición del cervantismo veneró las ediciones príncipes a pesar de las erratas que contenían

En el siglo pasado, la tradición del cervantismo, con escasas divergencias, consistió menos en editar el Quijote que en copiar ciegamente la edición príncipe de cada parte, a menudo reverenciando como si fueran decisiones deliberadas del escritor las erratas obvias que los amanuenses o los cajistas introdujeron copiosamente y que en muchísimos casos otras ediciones antiguas, revisadas o no por Cervantes, corrigieron con el tino que les daba su incontestable familiaridad con la lengua y la cultura del autor.

Chocantemente, esa adoración de las ediciones príncipes no llevaba a consultarlas en los volúmenes originales, antes se satisfacía con facsímiles (como los apadrinados por la Real Academia Española) repletos de retoques arbitrarios y de "ciencias de repro-ducción", ni se volcaba en el estudio de tan idolatrados impresos; e ignoraba por ende que sin salir de ellos, pero escudriñándolos en diversos ejemplares y con las técnicas pertinentes, podían hallarse pistas imprescindibles para la restauración del texto: distintos estadios tipográficos de unas mismas planas, pliegos compuestos dos veces, la "Tabla" preparada directamente sobre el "original". Por semejante vía, el Quijote, en vez de limpiarse de yerros de imprenta, fue caminando hacia atrás, repoblándose de todo tipo de gazapos: anomalías expresivas, palabras inauditas o inexistentes (resulución, hepila, creeo, rumpantes...), cómicos disparates y, en general, deformaciones del lenguaje cervantino.

Frente a esa tradición ajena a la filología, la aplicación de las normas esenciales de la ecdótica, junto al examen y la valoración de las ediciones firmadas "por Juan de la Cuesta", el reconocimiento metódico de las posteriores y el recurso a todos los demás elementos de juicio rastreables (de la caligrafía de Cervantes a las circunstancias de cada impresión), permiten salvar una parte considerable de los errores de las príncipes. Sirva de muestra simplemente media docena de pasajes, confrontándolos tal como aparecen en las primeras ediciones y en la mayoría de las del siglo pasado y tal como impone leerlos la crítica textual:

Aquella tempestad de palos que sobre él vía

Aquella tempestad de palos que sobre él llovía (I, 4, pág. 55).

Son libros de entendimiento sin perjuicio de tercero

Son libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero (I, 6, pág. 66).

Vuestro valeroso e invenerable brazo

Vuestro valeroso e invulnerable brazo (I, 37, pág. 387).

Huyose ... por los tejados de la ventana

Huyose ... por los tejados de la venta (II, 26, pág. 755).

Sobre el aumento de la necedad no asienta ningún discreto.

Sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto (II, 43, pág. 876).

Suelen hacer el amor con ímpetu.

Suele nacer el amor con ímpetu. (II, 58, pág. 990).

No faltan, desde luego, los lugares dudosos de esa misma índole microtextual que se resisten a la medicina de la colación con otras ediciones y de las "conjeturas verisímiles" (I, 1, pág. 28). Pero harto más problemáticos, en otro orden de cosas, son los descuidos macrotextuales de Cervantes que el propio escritor hubiera querido corregir, sin que llegara a hacerlo de manera satisfactoria. La cuestión gira primordialmente en torno al asno de Sancho Panza. Pocas semanas después de la príncipe, a comienzos de 1605, Juan de la Cuesta y (para cinco cuadernos) la Imprenta Real estamparon, siempre a costa de Francisco de Robles, una segunda edición del Ingenioso Hidalgo que incorpora un par de extensas adiciones que con absoluta certeza se deben a Cervantes, y otras variantes de menor envergadura que, supuesta esa certeza, es lícito achacarle cuando menos parcialmente. Las dos adiciones con seguridad cervantinas tienen que ver con el jumento de Sancho, que en la príncipe se da unas veces por perdido y otras por presente sin que se explique cómo ni por qué. El desajuste, causado por el desplazamiento de materiales desde una ubicación a otra del "original", fue recibido con las burlas previsibles, y Cervantes intentó remediarlo insertando en la nueva impresión las aludidas adiciones: una para dar cuenta de la desaparición del rucio y otra para consignar su reaparición. Sin embargo, escribiendo con prisa, pues la segunda edición fue fabricada aun más rápidamente que la primera (hasta el extremo de que se recurrió a dos imprentas), y, sobre todo, escribiendo con la confianza y la desenvoltura de quien se mueve dentro de su propia obra y sin concederle tampoco demasiada trascendencia, el novelista cometió un resbalón morrocotudo: intercalar la adición relativa a la pérdida del asno antes del punto que le correspondía, con el resultado de que todavía durante un par de capítulos Sancho sigue cabalgando a lomos del pollino y sólo luego empieza a echarlo de menos...



El pretendido remedio había sido, pues, peor que la enfermedad.

¿Cómo salir del brete? Al principio de la Segunda Parte (1615), cuando don Quijote y sus amigos comentan los ecos que ha suscitado la publicación del Ingenioso Hidalgo, Cervantes elige escaparse por la tangente (II, 3-4, págs. 574-576). En vez de contar las cosas como fueron, concediéndoles una importancia y una seriedad que a la postre no merecían, prefiere no darse por enterado del yerro de la segunda edición y echar cortinas de humo sobre el más sonado traspié de la primera, contando el robo del asno tal como sin duda se presentaba en una versión anterior a la impresa a finales de 1604 y cargándole nebulosamente las culpas a Juan de la Cuesta (quien, por cierto, en el ínterin había huido de Madrid).

Las implicaciones de todo ello no son pura anécdota. En virtud de las dos enjundiosas adiciones de marras, la segunda edición fechada en 1605 no puede considerarse una mera reimpresión (dicho en términos actuales) del Ingenioso Hidalgo: es en rigor una nueva redacción, una refundición con entidad propia. Pero al mismo tiempo sucede que esa "segunda edición corregida y aumentada" de 1605 fue ignorada y desautorizada por Cervantes en 1615, en el mismo arranque de la Segunda parte.

El estadio o versión del primer Quijote que en definitiva quiso asumir el autor no es, pues, el más tardío de la segunda edición, sino el que lo había precedido, el de la príncipe; y ése es por tanto el que debe hoy publicarse como más acorde con la voluntad de Cervantes.

En concreto, no sería atinado insertar las dos largas adiciones de la segunda edición en los lugares en que ésta las sitúa, no ya porque estén ahí por una equivocación del novelista, sino porque, por culpa de esa equivocación, Cervantes se resolvió a deslegitimarlas, cancelándolas implícitamente, en el Quijote de 1615. Ni al editor moderno le es dado interpretar que se trata de un lapsus subsanable y transportar las adiciones a la altura en que cumplirían su función de forma más adecuada, porque ello involucraría eliminar o alterar materialmente el texto cervantino (ya fuera de la príncipe o de la nueva edición) en los puntos de sutura y porque dejaría sin sentido los comentarios que en la Segunda parte se hacen sobre las fortunas del asno en el Ingenioso hidalgo. Con todo, las dos adiciones referidas no son las únicas variantes que la segunda edición ofrece respecto a la príncipe.

Como he apuntado, hay muchas otras de menor envergadura, limitadas a una sola palabra o cuando más a unas frases que podían tacharse de irreverentes (véase I, 26, pág. 250, n. 6). En determinados casos (no cabe mayor precisión), es probable que se deban a Cervantes, que ciertamente no repasó la príncipe línea por línea, pero que al introducir los añadidos a propósito del rucio no pudo no hojearla y (¿quién no lo haría?) enmendarle algunas faltas o mejorarla con alguna permutación léxica, especialmente en los pliegos que confió a la imprenta con el texto de los añadidos y con la indicación de dónde incluirlos.


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García de la Concha presentó ayer la nueva edición de El Quijote.