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 jueves, 07 de octubre de 2004

Somos Novidentes

Adrián Abonizio / La Capital

Jugaban en la mañana neblinosa un fútbol cinco. Iban y venían por el piso embaldosado haciendo chirriar sus zapatillas. El delantero llevaba la camiseta de Boca; el defensor una del Inter. Fue en el choque cuando me di cuenta de que eran futbolistas atípicos ya que tardaron en recomponer la jugada y en hallar la pelota, disparada a uno de los laterales. Alguien la alcanzó. El wing la pidió y le llegó tan apresurada que se la sacó de encima con un puntazo que dio en el vertical del parante adversario y llegó rodando a mis pies. La toqué suave y un cascabelito resonó adentro. Sólo el arquero cercano me la pidió, el otro indicó una jugada; sólo ellos veían. Los demás eran jugadores ciegos.

"Están los que ven y los que no ven", simplificó a mi lado un tipo que observaba y se quedó mirando la cancha satisfecho por su filosofía escuálida. Recordé entonces a nuestra selección nacional de futbolistas no videntes con su medalla de plata olímpica. Murciélagos se hacen llamar, en una típica humorada urdida seguramente desde dentro del grupo. Recordé a otros ciegos mitológicos y literarios; a Borges y su ceguera contundente; a los ciegos siniestros de Sábato; a los nacidos en esa condición; a los hijos del ácido; la furia y los relatos macabros de Polifemos y de aparecidos. Hubo uno que se apostaba en la peatonal y, tras décadas de simulación, fue puesto en evidencia por no poder soportar el llamado de sus hormonas: piropeó a una dama pulposa que pasaba cerca. Por culpa de una percanta, fatal y tanguera, quedó en la ruina y sin puchero. En mi barrio había otro, Sieteú se hacía llamar, que no conocía la visión, no obstante hablaba del sol y las estrellas con una naturalidad conmovedora. Hay gentes en las ciudades o los campos que no han visto el mar y hablan de él; hubo escritores que han escrito detalladamente acerca de travesías sin haberse movido de su silla; hay narradores eróticos vírgenes, pediatras sin hijos. ¿Cuál es entonces la diferencia entre simulación e imaginación? Solo el mal o el bien que se le hace al prójimo. Porque un falso médico puede matarnos y un mitómano encantador hacernos la vida más divertida. Un embaucador nos puede arrebatar la casa y un actor hacernos viajar sin movernos de ella.

Cuando éramos chicos nos asustaban con que el saludable ejercicio onanista nos dejaría ciegos. La paradoja es que se ha comprobado estimula la imaginación y nos hace ver mejor, con los ojos cerrados y viajando por cuerpos y paisajes sin gastar ni un centavo. Un hombre puede construir un globo para ver el mundo desde arriba; otro, meditar en un cafetín e imaginarse el vuelo. Una mujer puede maquillarse y embellecer sus formas para atraer multitudes; otra, desde su pieza puede ser, si lo advierte y necesita, todas las mujeres. La realidad, la maldita objetividad es lo único que atenta contra los enviones aéreos. Y sus fundamentalistas amigos de lo racional y el horizonte cercano. Aunque hay pseudoidealistas que se vuelven un bumerán pesado. Hemos visto películas saturadas de milagros carcelarios y encierros en donde se enaltece la capacidad de soñar aún dentro de cuatro paredes. Hemos asistido a la apología poética del Holocausto en patetismos conformistas como en el film " La vida es bella", por ejemplo. Hemos oído canciones de redención y leído libros de esperanza. Todo ello es malo, banal, rústico y falso si no lleva el aliento de una obra de arte. Solo cosas bien dichas, bien contadas, sin exageraciones místicas ni tóxicos de fe, serán lo único que nos puede hacer pensar que aún ciegos, podremos ver.

Somos todos no videntes del espíritu. Tenemos al cantor que canta con los más altos ideales de unión y sacrificio pero incapaz de ayudar a una viejita a cruzar la calle: nosotros los ciegos, compramos sus discos. El periodista políticamente correcto y desbordado de ansia libertaria que trabaja para una corporación ocupada en maltratar nuestras vidas: nosotros leemos sus notas. El que dirige un equipo que negocia con jugadores como ganado en pie: nosotros vamos a la cancha y engordamos boleterías. Vemos pero no vemos. En la foto obtenemos la garantía mefistofélica de eternidad, pero ignoramos los detalles concretos, la voz que lo dice todo, los climas sutiles de una percepción que tal vez hemos atrofiado. La fotografía reproduce al infinito únicamente lo que ha tenido lugar una vez. Ignoramos las intuiciones de observar con el corazón alerta pero en paz; reparamos en que si el candidato político que elegiremos para representarnos aparece besando niños en campaña será buena persona; más no leemos buscando su pasado como si este estuviera escrito en Braille. Vemos la herida evidente del señor Blumberg, su elegancia en la derrota, pero advertimos tarde que él cree que otros dolores que no sean rubios y claros han de ser penas menores. Como si el dolor, para este padre desafortunado, fuese una cuestión de pigmentos. Eso es, me digo, mirando correr a los muchachos detrás de la pelotita encantada con su cascabel adentro: no hay peor ciego que el que no quiere ver, ojo por ojo hace que el mundo se quede ciego, lo esencial es invisible a los ojos. Me detengo en mis obviedades: el delantero acaba de hacer un gol de rabona y el tipo al que desprecié por su frase común ya no está. "Están los que ven y los que no ven", había dicho. En la mañana neblinosa me sentí más ciego que nadie.

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