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 domingo, 25 de enero de 2004

Crónicas rosarinas. La gente que vive en la terminal de ómnibus
La noche de los sobrevivientes
Al margen de los viajeros, la estación Mariano Moreno es el hogar de muchas personas que no tienen dónde ir. Aquí se cuentan algunas de sus historias

Claudio Berón / La Capital

Hace veinte años que Alberto está ahí. El frío de julio o las pesadas noches de enero lo encuentran entre los pasajeros de la Estación de Omnibus Mariano Moreno. El olor del aceite y el agudo sonido de los frenos se instalaron en su vida cotidiana de maletero. Gana diez pesos por día y su rostro es duro, curtido por las noches sin sueño.

Alberto no está solo. Después de las ocho, cuando la tarde declina, llegan Nancy, Gabriel, Julio, el Tuqui, César, don Carlos, la vieja Tere, Fernando y los dos locos de la punta. Se suman a otros que duermen y pasan la noche en la Terminal; a los treinta o cuarenta que ya están acomodados. No hablan, no es un club de amigos, son parcos. Algunos miran fijo a los que viajan, pero ellos se quedan siempre en la plataforma. Están seguros que van a irse "un día de estos, por ahí mañana".

En invierno duermen adentro, dispersos en los bancos. Pero el verano es más contemplativo y se juntan en el salón o en la plaza que da sobre los andenes, a esperar que los despierte el sol. "Es que adentro viene la cana y no te deja estar", dicen.

-Hace muchos años que trabajo acá. Empecé en el bar La Internacional, era mozo y mi viejo también, mi padrino era el dueño. Después me fui a Buenos Aires, trabajé en una fábrica, pero volví, y acá estoy- dice Alberto.

El hombre conoce las historias de todos, y cuenta que le falta un año para recibirse de profesor de dibujo. Pero hace tiempo de eso. "Hay de todo acá; locos, viajeros sin plata y gente en la mala", dice.

Entre los bancos se alinean hombres callados. Son cinco. Uno de ellos invita a tomar mate; Gabriel acepta, se levanta. Nancy está acurrucada, es vieja, se estira. Insulta y su cuerpo recupera el tiempo, su vejez se pierde, no tiene más de 30 años. Parece de 50.

-Soy de La Plata yo; no, de Rosario ni loca soy, son estúpidos los de acá- juzga Nancy.

Sus ojos son verdes, desorbitados, bonitos, miran y se pierden. Su boca se tensa, su cara muestra un gesto de crispación.

-Vivía en una pensión -dice-, ahora paro en la Terminal, pero me voy, mañana me voy.

Nancy se para y camina rápido hacia el bar de la estación, pide agua, un hombre le da charla, agarra un cigarrillo, sonríe y se cruza de piernas. Es flaca, su pollera es más flaca que ella y le queda grande. Esta semana se va a visitar a su hermana y después "al mar".

Don Carlos y Chola, su mujer, están en la terminal hace más de dos años. "Son las doce, tenés que tomar el remedio", dice su esposa. Don Carlos duerme con la boca abierta. Al despertar su mirada es fuerte, rígida. Cuando ve el salón de espera, inhóspito y amplio, su cara se transforma con un gesto de perro asustado.

-Son de un pueblo -dice Gabriel, y señala a la pareja-. Venían a pasear a la terminal bien vestidos, de traje, hasta que se quedaron. Hace rato que están, les remataron la casa y el hijo se fue.


La palabra de Dios
La vieja Tere recorre la estación, lee la Biblia, la comenta, y pasa recetas de empanadas a quien la escuche.

-Tiene una hermana en Mar del Plata, en las vacaciones la lleva. Otra hermana vive por el sur, en el Saladillo. Pero de noche lee en voz alta, predica y no deja dormir a nadie, entonces la familia se la saca de encima, la traen y se queda un tiempo, hace cinco años que va y viene", dice Alberto, un guía experto de este paisaje de soledades.

Pero no sólo Teresa lleva la palabra del Señor a la Terminal en un léxico a veces incomprensible. "Y se fueron a Jericó, y vino Jacob, con un manto y abrió los mares, entonces pasaron", dice uno de los hombres que se apila en el borde de la Terminal, en la entrada por Lavalle.

-Mire usted, eso es para los que andan detrás de la plata, de la vana gloria-, contesta otro. Están alejados, donde anidan los mendigos. En ese lugar el silencio es mas fuerte, son hombres lastimados.

Los mozos de uno de los bares de la Terminal saben cada una de las historias. Gustavo hace quince años que es parte del lugar. "Acá hay de todo, malandras, pobres tipos, gente de paso. Algunos no se pueden ni mantener en pie por el alcohol y otros más jóvenes se castigan duro con falopa, pero no molestan".

Sale la historia de Fito. Es viejo y está sucio, demasiado. "Vive hablando solo y gritando, no charla con nadie y cuando se enoja se pone terrible. Se golpea la nuca con la palma de las manos y putea" cuenta el Gato, otro mozo del bar.


La vigilia
Por la entrada de calle Córdoba, disimulada entre los turistas y los bolsos duerme Irma. Al lado su hombre se despereza. Es la una y el tráfico de gente cesó. La mujer se rasca, se despioja y, tomando actitud de mono, toma los bichitos entre sus dedos, los mira y los aplasta. Una venganza a tanta picazón.

Un maletero que gasta los andenes llevando bolsos se ríe: "Esta mujer -dice- era una señora bien, de su casa. Es más, el marido la vino a buscar un par de veces y se la llevó, pero toma mucho y se enganchó con el que está al lado, que toma más que ella. A veces tenemos show; se van a la plaza y hacen su noche de bodas".

Julio y el Tuqui cuidan autos. "Todos tenemos problemas. Hace ocho años que no veo a mi mujer y mi hija; pero no las quiero ver más", dice Tuqui.

En cambio, Julio quiere irse. Junta cinco pesos por día y encontró una casilla en Ludueña, le comenta a Tuqui, que no lo escucha.

-Ayer me tomé tres litros de vino en cajita, loco quedé- cuenta César, recién llegado, y hace chistes. Pero se ríe solo, busca cómplices pero no los encuentra. Julio no habla, piensa en esa casita de Ludueña mientras acompaña un sándwich de salame con mate.

"De los siete a los doce estuve acá, me rajaba y conocí por todos lados: La Rioja, Buenos Aires, Córdoba. Mi viejo me cagaba a patadas", dice César, que ríe, su cara ríe. Los tatuajes en los brazos lo delatan, de tanto andar seguramente quedó un tiempo alojado en la cárcel.

Las tres de la mañana. Llegan tres nenas. Caminan tropezándose, se ríen de nada y se tiran en los bancos, quedan como dormidas.

-No más de quince años tienen, se dan con el pegamento, después caen por acá y se las pasan los pibes que duermen en la plaza- dice uno de los maleteros.

Otros están callados. Se sacan los zapatos, parecen animales echados sobre sus espaldas, enroscados en los sillones incómodos donde clavan sus huesos.

Fernando tiene arrugas indefinidas y una dentadura lamentable,ronda los 60 años y es parte de esta historia oscura de días pasados. "Tengo mi casa, de 70 metros cuadrados, pero mi cuñado me echó. Le puse un abogado, ahora va' ver", dice. Se viste con harapos, y su cara se pierde entre el gorrito de lana y el olor a alcohol, mientras juega a las cartas con Gabriel.

La policía no los corre, los conoce. Sólo los echa cuando cambia el oficial de guardia, entonces se van unos días, unas horas, y vuelven a sus lugares.

Todos esperan el mediodía, en la Terminal o por la zona. A las doce hacen cola en un comedor que está sobre Córdoba, al llegar a Lavalle. En la fila se mezclan chicos, madres y hombres sin posesiones.

La Terminal es un lugar de paso, ellos permanecen como barcos varados. Son las cinco. La noche pasó rápido, habrá otras más lentas. Noches sin lunas, con los gritos y los silencios de vidas que sólo pretenden llegar hasta la mañana siguiente.

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Gente sin hogar ni familia encuentra un refugio entre los pasajeros y los que trabajan en la Terminal.

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