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 domingo, 10 de agosto de 2003

En mula por la cordillera

Claudio Berón / La Capital

¿Es el viento el dueño de lo que sucede en la montaña? o ¿son los cóndores que miran pasar a los hombres? Lo cierto es que cuando la Argentina no era país, por estos picos pasó un ejército para luchar por un continente.

Es enero, como hace un siglo y medio, el ritual de los hombres atravesando las montañas se repite, para eso están los Andes, para desafiarlos. Los guanacos ya no escuchan los ruidos de las armas ni el vozarrón de los cañones, ni siguen atentos la fila de uniformes azules, de curtidos granaderos.

Todos los años una caravana conformada por unas 200 personas recorre los Andes en busca de los fantasmas de los granaderos de San Martín; duermen al sereno; comen guiso carrero y cabalgan en mulas. La larga marcha tarda diez días y el Regimiento de Montaña pone a sus mejores baqueanos a disposición de la expedición.

En este verano del 2003, hombres y mujeres vuelven a caminar por las piedras y recorren los senderos. Los sentidos se confunden entre la soledad, el frío de la noche y el calor de los mediodías eternos.

Aventura, curiosidad, descubrimiento; sensaciones diversas empujan la fila india, por momentos un silencio se impone entre los hombres de a caballo, de pronto una canción, un grito patriótico o un galope corto distraen a los que marchan.

Las montañas enmarcan, con sus picos eternos y blancos, la caravana que atraviesa los valles y las pampas andinas, mientras un cóndor amanecido sobrevuela las mulas y los soles castigan la piel de los que buscan la historia.

En esos días de marcha, los expedicionarios cruzarán puentes de piedra, conocerán un poco de la vida del Gran Capitán y sentirán en sus huesos el cansancio y en sus manos el coraje de aquellos soldados, pero no hay armas, sólo emociones.

Los lugares a recorrer son los mismos: Plumerillos, la estancia de Canotas, Puente del Inca, Polvaredas, Punta de Vaca y la alta montaña, donde los parajes tienen el nombre de los anónimos que trasladan hacienda entre los cerros y los baqueanos que recorren estas inmensidades.

En las mañanas el cielo es azul, al mediodía celeste y por la noche todo lo invade. Las nubes están cerca y raras veces quienes comparten esta experiencia podrán estar nuevamente justo en el medio, entre el cielo y las piedras.

Los precipicios bordean los caminos sinuosos, los grandes ríos de llanura que nacen en los Andes traen el deshielo de las altas cumbres y a las mulas les cuesta badearlos.

Los fogones nocturnos son la hora del descanso y de compartir las vivencias de las 10 o 12 horas a lomo de mula. Tonadas cuyanas, chacareras y un buen vinito mendocino convocará a las historias de montaña, los muertos del Aconcagua, los milagros de los viajes y hasta alguna antigua gesta de la independencia.

Después de esa marcha de pasiones, la expedición llega al Cristo Redentor. Las mulas suben los caminos del cerro y un viento helado lastima la cara. En el Cristo las lenguas de hielo complicarán la cabalgata, pero después de diez días los expedicionarios ya son expertos jinetes.

Al fin, la cruz de los Andes se levanta imponente entre las nubes y los picos nevados, y en ese instante, para los que se aventuraron a la montaña, el cruce del Ejército Libertador toma la forma del coraje y la hazaña.

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