Al terminar la competencia todo era un gran interrogante. Mucha gente se había arrimado a las costas de Náutico Sportivo Avellaneda y nadie sabía quién era el ganador. Y la decisión final acerca de esta tradicional competencia, con todo lo que ello representa, pesaba sobre las espaldas de un tribunal integrado por Alberto Márquez (árbitro internacional), Nicolás Romanicio (2º árbitro) y Daniel Saint Girons (3º árbitro). Y en el medio de las calientes deliberaciones que nacieron de un hecho absolutamente inesperado, apareció en escena una actitud generosa, sana, digna del más puro elemento genérico de los deportistas. Rafael Pérez, que fue el primero en llegar a la meta propiamente dicha, reconoció que el auténtico ganador de la prueba era Agustín Fiorilli. "A mí no me importa el puesto. Ni salir primero, ni segundo, ni tercero. Ni siquiera vengo por el campeonato Argentino. Simplemente vengo a correr acá porque me gusta esta carrera", expresó Pérez, quien ya ganó este cruce en el 2000, y en su esencia se resumió el espíritu más representativo de la natación como disciplina formativa, y que merecería ser tomada como ejemplo en una época donde este tipo de gestos no abundan. Por eso en esta ocasión, el podio no solo sirvió para entregar premios y elevar la felicidad de los ganadores sobre la imponente costa del Paraná, sino que además sirvió para poner en alto valores y conductas que a veces parecen olvidados, pero que estos nadadores se encargaron de jerarquizar con auténtica nobleza.
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