Año CXXXV
 Nº 49.637
Rosario,
domingo  20 de
octubre de 2002
Min 12º
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Editorial
Los árboles en la ciudad

La problemática urbana rosarina gira alrededor de múltiples y complejos ejes, en no pocos casos relacionados con la grave coyuntura económica que atraviesa el país. Es que a nadie puede resultarle extraño que muchas de las situaciones indeseadas que vive la ciudad sean inequívoca consecuencia de la pobreza que sufre un elevado porcentaje de sus habitantes. Pero en otros rubros, la oculta razón que se vislumbra detrás de los inconvenientes se emparienta con una ausencia comprobable: la del Estado municipal. Uno de los vacíos más notorios en tal sentido es el que se verifica en torno de los numerosos ejemplares arbóreos que existen en Rosario. Innegables compañeros del hombre, en tanto le aportan sombra, protección y belleza, en muchas ocasiones, sin embargo -y como consecuencia de la desidia-, se transforman en un incordio que afecta seriamente la calidad de vida de los vecinos. El tema merece un análisis más detallado, por cuanto las fundamentadas quejas de la gente a veces echan raíces en lo que el intendente Hermes Binner definió una vez, con acierto, como "cultura antiárbol".
Ocurre que los perjuicios que ciertos ejemplares, por lo general añosos y en exceso robustos, les crean a los rosarinos son el pretexto ideal para fundamentar una tala indiscriminada. Bajo ningún concepto puede negarse que los inconvenientes que tales frondosos árboles provocan, como veredas levantadas y rotura de caños, amén de la basura que generan, revisten real importancia y deberían ser subsanados. En ciertas situaciones puntuales, llega a estar en juego la misma seguridad de las personas: fundamentalmente ante fuertes tormentas o poderosas ráfagas de viento, la caída de pesados troncos incluye riesgos que no pueden ser subestimados. La especie emblemática en este aspecto, por su fragilidad, es el eucaliptus. Otras especies, como los entrañables plátanos, provocan problemas de salud vinculados con las alergias. Y la lista sigue.
La solución más fácil, por cierto, sería la tala masiva y el eventual reemplazo por árboles más pequeños y manejables, como el fresno. ¿Pero cuánto perdería la ciudad si esto llegara a producirse? ¿O acaso resulta comparable, en cuanto a atractivo estético y valor histórico, el aspecto actual de bulevar 27 de Febrero y el tramo de Avellaneda que va desde Junín hasta Génova con el que ambos tenían en el pasado?
Se trata de dos ejemplos claros de cómo espacios amigables de la ciudad fueron convertidos, inexplicablemente, en páramos de asfalto y cemento. No es ese, ciertamente, el camino, sino el control de los ejemplares, su escamonda o poda periódicas y la remoción de aquéllos que estén vetustos o resulten peligrosos. En la sabia mezcla de preservación e intervención reside la solución anhelada.


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