Año CXXXIV
 Nº 49.304
Rosario,
domingo  18 de
noviembre de 2001
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Split: Del otro lado del Adriático
El esplendor de una ciudad croata que surgió entre las ruinas del palacio de Diocleciano

Patricio Pron

En "Caravana: La historia de Oriente Medio" Sir Carleton Stevens Coon escribió que "el buen geógrafo es un filósofo". Y Split, con su rabiosa superposición de edificios históricos, con sus calles que remiten tanto al siglo IV después de Cristo, al Renacimiento y a la modernidad, y con el esplendor de la vida cotidiana de sus habitantes surgiendo con una vitalidad asombrosa de entre las ruinas de un palacio, es probablemente uno de los lugares más aptos para el ejercicio de esa forma de la filosofía que consiste en reflexionar sobre el paso del tiempo y sobre el uso que los hombres hacen del pasado.
En ningún lugar de los que le ha sido dado conocer a este periodista la historia habla con una voz más clara, una voz que parece decir a quien quiera escucharla: "lo que ves aquí no son ruinas, es la expresión de la vida imponiéndose a la muerte". El que quiera comprobarlo sólo tiene que ir a Split.

Historia
En Split la gente no es rica, y sin embargo su elegancia, que puja por imponerse ante la rigidez de las casas históricas en las que viven, es considerable. En Croacia se dice que sus habitantes son diferentes a los del resto del país, y la tentación de creerlo es grande, puesto que incluso en los barrios más modestos de la ciudad, producto de las continuas oleadas humanas propias de los Balcanes, se tiene una impresión de dignidad y de orden.
Entre los monoblocks que se levantan frente al estadio del Hajduk Split, uno de los clubes de fútbol croatas más conocidos internacionalmente, unos jardines cuidados con esmero hablan de que sus habitantes no consideran su vivienda inferior a otras y prefieren vivir en un entorno que refleje sus aspiraciones a un orden desconocido en los Balcanes desde hace tiempo.
Aunque ninguno de sus habitantes tiene una explicación al respecto, es probable que esta demanda de orden y decoro sea una enseñanza transmitida de generación en generación por los primeros ocupantes del Palacio de Diocleciano, quienes tuvieron que adaptar los grandes recintos del palacio a la vida cotidiana de personas normales, desarrollando una arquitectura parasitaria de las antiguas construcciones que los ha llevado a vivir en casas apretujadas a ambos lados de las avenidas del palacio, en una experiencia urbanística sólo posible mediante un pacto de convivencia renovado tácitamente de generación en generación.
Hacia el año 305 el emperador Diocleciano tenía cincuenta y nueve años y había regido los destinos del imperio durante otros veintiuno, creando entre otras cosas una tetrarquía que regularizara la sucesión en el poder, así que abdicó y se retiró al palacio que se había hecho construir en su tierra natal, Dalmacia, en el sitio donde ahora se encuentra Split.
En palabras de Rebecca West -cuyo libro "Cordero negro, halcón gris" es la más extraordinaria narración existente de un viaje por los Balcanes-, el Palacio de Diocleciano "no le hace sombra a los baños de Caracalla ni al Forum ni al Palatino". Pero incluso así constituye un ejemplo aún conmovedor del poder capaz de construir esto. West estuvo en Split en 1937, sesenta y cuatro años y varias guerras antes, por lo que puede pensarse que la conservación del palacio debió ser en aquel tiempo mejor. Nada produce sin embargo la impresión de que las cosas hayan cambiado demasiado desde el siglo IV al presente. "Cuando se cruza la entrada entre las tiendecitas del muelle", escribió West, "uno entra directamente en la antigüedad".

El palacio
Lo primero con lo que el visitante se encuentra es el patio con columnata de un palacio romano del siglo IV: delante está la entrada a los aposentos imperiales, a la izquierda el templo antes pagano ahora católico que desde el año 316 acoge la tumba de Diocleciano y a la derecha el Templo de Esculapio.
El resultado no es lo que un académico o un profesor de historia desearían que fuera, esto es, una versión fielmente conservada del esplendor romano. En cambio es algo muchísimo más interesante: es una revelación de la continuidad en la historia, puesto que sus habitantes han ido modificando aspectos puntuales para adaptarlos a sus necesidades.
Hoy en día, por ejemplo, el Templo de Esculapio no puede verse desde el patio porque la vista ha quedado obstruida por edificios de estilo gótico veneciano que, sin embargo, no alteran el paisaje sino que lo complementan con una sensación de vitalidad y de fuerza, como si fueran raíces de un árbol extraordinario que acaban rompiendo la capa de cemento sobre ellas.
El árbol que da esas raíces tan fuertes es el pueblo eslavo, cuyos miembros ocuparon el palacio tan pronto como la anarquía cayó sobre el imperio romano. Hasta entonces Aspalaton había sido el producto de Diocleciano, un majestuoso palacio de tres hectáreas y media en el que convivían nobles e hilanderas que trabajaban fabricando uniformes militares en una inmensa factoría. Luego de varios siglos de intrigas políticas, Aspalaton-Split fue abandonada a su suerte. Sus habitantes se hicieron fuertes en el interior del palacio, que ofrecía la seguridad de sus murallas pero limitaba el espacio vital a mínimos.
Durante años los habitantes del palacio fueron construyendo en las terrazas de las antiguas casas romanas, dividiendo los amplios recintos destinados a recepciones y organizando el espacio de una manera nueva y vital.
El mausoleo de Diocleciano fue transformado en catedral durante el siglo VIII. Sin embargo sigue siendo a todas luces un templo pagano. La escasa luz que ilumina el interior permite ver un soberbio púlpito adornado con bestias aladas construido en el siglo XIII junto con las puertas del templo, cuyas veintiocho imágenes narran la vida de Cristo, y el campanario. El centro del templo es la tumba de Diocleciano, vacía desde los tiempos de la anarquía. En la entrada de la catedral, como si reivindicaran su parte en la particular convivencia de tiempos históricos y de religiones de Split, dos leones traídos de Egipto por Diocleciano guardan la tumba del emperador.
Esta particular confusión de historia y religión justifica gran parte de la arquitectura de Split, si consideramos por ejemplo que ya en el momento de su construcción Diocleciano tuvo que pelear con sus arquitectos cristianos, que se negaban a construirle una estatua de Esculapio. Esta -si es que se trata realmente de la misma- está guardada en el templo de ese nombre, que se encuentra al otro lado del patio y es ahora un baptisterio. Atravesando una puerta situada a su costado puede ingresarse al tesoro de la catedral, una maravillosa colección de figuras religiosas y de relicarios en oro y plata. En el medio, entre el mausoleo de Diocleciano y el templo de Esculapio, hay una heladería al aire libre.
Split fue creciendo gradualmente a partir de la invasión eslava, cuyos primeros participantes ocuparon las casas más cercanas al templo, de manera que, si se va desde la catedral en dirección a las murallas, se tiene la clara noción de que se avanza en el tiempo. A la arquitectura reconociblemente romana le suceden las primeras fachadas venecianas y, más allá, un desordenado conjunto de casas habitadas construidas con los materiales de la historia.
Varias iglesias de diferentes épocas se suceden camino de las murallas, que conservan, especialmente en las cercanías de la llamada Puerta Dorada, toda la magnificencia de los tiempos romanos y, al mismo tiempo, la ventaja consoladora del pasado, que nos permite ver en ellas ya no un poder militar invasor, lo que probablemente Roma fue en muchos de sus territorios, sino el ideal de una sociedad ordenada y culta.

La ciudad nueva
En cada una de esas puertas una extravagante feria de puestos de madera y toldos asombra al visitante con sabores y colores desconocidos. Un artículo impagable de esa feria es la lavanda, que se cultiva en las islas frente a Split y tiene una muy bien ganada fama mundial.
Afuera de las murallas se sucede la ciudad nueva, en la que la modernidad de las casas contrasta agradablemente con el recinto cerrado de Diocleciano, al que rodea y protege. En ella se pueden visitar varios museos, en particular el Lapidarium, que acoge en su interior cientos de estatuas provenientes del cercano yacimiento arqueológico de Salona y del propio Split. En la galería exterior del Lapidarium se pueden apreciar varios sarcófagos y piezas de gran interés, entre ellas un magnífico patio de mosaicos que se conserva completo.
Numerosos signos acusan que Split tiene más semejanzas con las ciudades de la costa italiana del Adriático que con las del interior de Croacia. Dicho de otra manera: Split es más Venecia que Zagreb, y esta diversidad sólo logra resaltarla. A diferencia de Dubrovnik, de un significado histórico fundamental para el nacionalismo croata y a la que una diminuta línea de terreno une a la patria, Split se encuentra en el centro del país y es un excelente punto de partida o de llegada en Croacia.
Quien llegue a ella, proveniente de Venecia por barco o de Zagreb por autobús, sólo tiene que recorrer los amplios bulevares trazados con la regla firme del imperio romano, una regla que lo mejor de la cultura occidental ha conservado siglo tras siglo como una legitimación de todos sus emprendimientos, o perderse en las callecitas laterales que comunican a patios de casas provenientes de tiempos medievales que, sin embargo, están poblados de pañales y de gritos de niños, para entender con claridad la excepcionalidad de Split.
Basta sentarse en el muelle a ver cómo los rayos del sol que se hunde en el Adriático tiñen de un color rosado las murallas del Palacio de Diocleciano mientras los barcos de pescadores regresan como lo han hecho día tras día durante siglos para vislumbrar de qué manera la caída de un imperio dio paso a la aparición de una vitalidad desbordante, a un concepto de la belleza y el orden -si es que no son términos equivalentes- de los que Split es un ejemplo destacado.



El mar ilumina la bahía y el vital puerto de Split.
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