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 domingo, 11 de noviembre de 2007  
Discriminar, matar y morir

Carlos Duclos / La Capital

La discriminación fue y sigue siendo el tremendo flagelo que azota y asola a la humanidad. A veces a cara descubierta, otras embozado de diversas formas y en todas partes, este mal ha aniquilado y sigue aniquilando seres humanos. La discriminación, ha sido la madre de los grandes genocidios. El acto más horrendo, el paradigma seguramente, fue el Holocausto, el tremendo martirio al que fue sometido el pueblo judío durante la permanencia del régimen nazi en Alemania. En realidad, si de discriminación se trata, los judíos la han padecido desde el mismo albor de su vida sobre la faz de la Tierra. Y en mayor o menor grado la sigue padeciendo. Desde Egipto hasta aquí, y como dijo alguna vez un sabio escritor, “los hebreos trascendieron la pena desde la misma pena y por la misma pena”. Y aunque no sea del caso la consideración de esto en esta reflexión, no puede dejar de anotarse que tal vez si algo ha impulsado al pueblo judío a ese estado de sabiduría y fortaleza que posee, es la vivencia de la aflicción por haber sido separado, apartado históricamente por muchos hombres.

El hombre. Pero la historia de discriminaciones y genocidios no termina con la realidad del pueblo judío. Muchos cristianos fueron arrojados por el imperio a los leones, sólo por creer en un único Dios y por haber sostenido que Jesús era el Mesías y el propio Dios. Un millón y medio de armenios fueron ejecutados por los turcos. Dos millones de personas fueron muertas en Camboya por el Khmer en la década del setenta. La masacre de Ruanda, no hace mucho tiempo, y los cientos de miles de seres humanos que, sin ir muy lejos en la historia del mundo, han muerto en los últimos años en todas partes sólo por pensar distinto en lo político, o por tener un color de piel distinta, o por profesar una fe diferente. No olvidemos el apharteid en Sudáfrica.



Formas de genocidio. Pero la discriminación genera otra forma de genocidio, que bien podría decirse es tan dramático como aquel que se caracteriza por la cuantiosa y brutal matanza: la herida mortal que se produce en cientos de miles de corazones y de mentes. Personas que son brutalmente humilladas y sumidas en la aflicción mediante la separación, mediante un “apartheid” diabólico e increíble. Y para sufrir tal desprecio, en algunos lugares del mundo, no es necesario tener una piel distinta o una religión diferente. No es menester ser ateo, o rico, o ser pobre. En ocasiones, y con más frecuencia de lo que se supone, basta con estar excedido en peso para que una mujer, por ejemplo, no sea aceptada en un trabajo, aunque sus dotes espirituales y su talento sea de lo mejor. En otras ocasiones basta sólo con tener más de cuarenta años para que encontrar trabajo sea una verdadera proeza. Asombrosamente, miles de mentes brillantes quedan afuera sólo porque la edad biológica no concuerda con el estándar que reclama “el buen sistema”.

Ni hablar de otras cuestiones que son también discriminatorias, como la separación y humillación a las que son condenados tantos hombres y mujeres de la tercera edad. Hay, estimado lector, sentimientos de subestimación que pululan en el ambiente posmodernista, a veces de manera inconsciente. Con asombrosa frecuencia, por ejemplo, el hombre común que ha logrado permanecer más o menos enhiesto ante el atropello de la clase dirigente argentina, no ve en el cartonero un ser que ha sido injustamente excluido de la digna forma de vida. Lejos de ser un hermano, un prójimo en dificultades, es no más que “un cartonero”. Y así puede seguirse en la lista de seres “clasificados”, de acuerdo con su condición, color, raza o creencia: "Es un negro, un bolita, un paragua, un judío, un zurdo, un facho, un milico, etcétera. Esta bestial forma de pensar (bestial entre comillas, porque las fieras no suelen discriminar como lo hace el hombre) ha llevado a la humanidad a un estado calamitoso en el que nadie se salva.



En lo político y social. Lo rágico, y a la vez determinante muchas veces, es que la dirigencia política y no política no da ejemplos que ayuden al hombre común a vivir otra cultura para una mejor vida. Todo lo contrario, esta dirigencia se hunde en enfrentamientos que arrojan como resultado las más viles y perniciosas formas de discriminación. El de derecha sostiene que el de izquierda, lejos de no servir, es un elemento peligroso y viceversa. El empresario en ocasiones considera no al trabajador como un ser, sino como una herramienta más o menos inteligente útil a su renta, y el Estado ha perdido de vista al ser humano para encontrarse con el "contribuyente”. A tal punto ha llegado a enraizarse la discriminación en algunos sectores del Estado que, por ejemplo, quien desee acercarse a la maravillosa naturaleza y sus criaturas, en la Península de Valdés, deberá pagar de acuerdo a su origen para ingresar: si es de Chubut, 2 pesos. Si es de otra provincia varias veces más: 12 pesos. Ahora, si el visitante es extranjero deberá abobar cerca de cincuenta pesos. Esto es un simple ejemplo de cómo el propio Estado lejos de educar para la no discriminación, fomenta con mil y una actitudes este virus que causa estragos.

El hombre no ha logrado aún comprender que no es el color de la piel, ni el nivel de inteligencia, ni el pensamiento político, ni el peso del cuerpo, ni su edad, ni la creencia, ni el cúmulo de riquezas lo que verdaderamente importa, sino la esencia del ser en la que se acumula el grado de bondad que posee o no posee. Desde esta perspectiva, podría decirse que no se ha logrado entender, aún, que no hay judíos, ni protestantes, ni católicos, ni socialistas, ni peronistas, ni demócratas, ni republicanos, ni ricos, ni pobres, ni gordos, ni flacos, ni claros, ni oscuros; pues no: sólo hay seres buenos y de los otros. Entre los buenos los hay de distintos signos, de diversa condición, pero no es este plus, este complemento, esta cubierta, la que interesa, sino el núcleo, la esencia, desde la cual surge esa fuerza (poca o mucha, no importa) que puede llevar a la humanidad a un orden más justo, en donde la paz no sea una esperanza y el amor una utopía.

El final de esta reflexión, pertenece a un hombre que le puso a la humanidad de nuestros días un sello

indeleble sobre cuya importancia no se ha tomado nota debidamente. Tal sello es determinante para el futuro del hombre: el acercamiento entre judíos y cristianos con vistas a un nuevo orden mundial y el encuentro de todos. Es oportuno, en estos días, en estos tiempos, reflexionar sobre las palabras de Juan Pablo Segundo: “Los creyentes de todas las religiones, junto con los hombres de buena voluntad, abandonando cualquier forma de intolerancia y discriminación, están llamados a construir la paz”.
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