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 sábado, 07 de julio de 2007  
De Yrigoyen a Carrió

Por Juan José Giani (*)
Hace ya más de 100 años, Juan Bautista Justo publicó un artículo que marcaría a fuego el posterior desenvolvimiento político del socialismo en la Argentina. Me refiero a “El realismo ingenuo”, texto breve pero sustancioso en el cual paradójicamente, recelando en algún sentido de la filosofía, convierte a ésta en referencia inexcusable para cualquier reivindicación igualitarista que tenga como sujeto al proletariado.

Pues bien, la reluctancia que Justo pregonaba respecto de las incumbencias filosóficas remitía puntualmente a la enfermiza injerencia que, según él, la lógica hegeliana habría tenido en la doctrina diseñada por Carlos Marx y Federico Engels. Esto es, la dialéctica histórica introducida por el idealismo alemán suponía que el movimiento perfectivo de las sociedades se regía por el principio de la negatividad, por el cual cada etapa de la humanidad emerge tras abjurar radicalmente del momento que la precedió. Violencia, verticalismo estatalista, jacobinismo de masas resultan entonces consecuencia de esta teoría donde lo nuevo surge del pleno ejercicio del antagonismo social.

Justo, como sabemos, era médico. Y su base epistemológica estaba fuertemente impregnada de positivismo biologicista. Imaginaba por tanto que el curso de las civilizaciones era parangonable a los procedimientos propios del mundo natural. Siendo esto así, el socialismo brotaría del capitalismo de la misma manera que una planta surge de su semilla. Sin negarla (pues se origina en ella) sino simplemente aguardando su punto justo de maduración.

El gradualismo reformista que caracterizó desde su infancia al socialismo argentino emana de su actitud primigenia de renegar de la dialéctica (que anticipa conflictos y convulsiones varias) y afirmar el naturalismo, lo que implica suplantar la sociedad burguesa sin dinamitar sus restos de vitalidad económica.

Pero algo más incomodaba a Justo. La presencia hegeliana en el marxismo insuflaba un lenguaje abstruso, un bagaje terminológico estrafalario que sólo fatigados eruditos parecían en condiciones de descifrar adecuadamente. Seducir la atención proletaria requiere un mensaje sencillo, diáfano, inoculado de esoterismos cognoscitivos que poco agregan. Justo postulaba una suerte de plebeyismo filosófico, afincado en que la ingenua y científica transparencia de lo real agilizaría el fluido acceso de la verdad socialista a aquellos sectores destinados por mandato histórico a portarla hasta su concreción definitiva.

Hipólito Yrigoyen era profesor de filosofía. Mientras organizaba insurrecciones contra el régimen oligárquico auscultaba verdades trascendentes que le facilitaran articular su singular lucha política con las turbulencias civilizatorias que aquejaban a la humanidad en los albores del siglo XX.

Sus influencias intelectuales no provenían del positivismo de Herbert Spencer ni del marxismo hegelianizado sino del romanticismo tardío tal como lo difundía su admirado Karl Krause. De otra manera. Para Yrigoyen la compleja realidad no admitía miradas naturalizantes ni materialismos economicistas sino un abordaje en donde la intuición y el sentimiento abrieran las puertas a los recurrentes misterios del mundo. Su palabra oscura y escueta reflejaba así la convicción de que el vínculo entre el lenguaje racional y los objetos no era despejado y translúcido sino intrincado y opaco.

El líder radical predicaba una suerte de misticismo de la patria, convencido de que desde el fondo de los tiempos emanaba un imperativo ético plasmado sabiamente en la Constitución Nacional. La enérgica colisión contra la Argentina oligárquica era mucho más que un enfrentamiento partidario, pues se alimentaba de un panteísmo de la nacionalidad que anidaba en la entonces conculcada voz electoral del pueblo.

Yrigoyen y Justo, como resulta obvio, nunca simpatizaron. El primero veía en el segundo a un torpe importador de ideologías que desgarraba la voluntad nacional en aras de un cientificismo reduccionista. El segundo veía en el primero a un caudillo impreciso y demagógico, que al desechar la formación de un partido programático, bastardeaba la conciencia popular embarcándola detrás de objetivos inconfesables y/o tenebrosos. Disgustado por su esotérico imaginario populista, el Partido Socialista toleró con beneplácito a los cadetes de Uriburu.

La doctora Elisa Carrió encarna una versión epigonal aunque distorsionada del Caudillo de Balvanera. Conserva su retórica oracular y redentora, sólo que en un contexto donde el sufragio se ejerce regularmente y no se avizoran insurrecciones inminentes. Su oralidad excesiva contrasta con el hermetismo del fundador, en relación inversa a su diálogo con las cosas mismas. Mientras el espiritualismo yrigoyenista funcionaba como sólido escudo frente a la idioscincracia mercantilista de las clases dominantes, la religiosidad de Carrió devino meramente eclesiástica: agrupa sacerdotes y rabinos para satisfacción de Mariano Grondona. Mientras Yrigoyen izaba su moralidad intransigente rescatando una República que el oficialismo conservador reivindicaba apenas de palabra, la líder del ARI lanza desorbitados mandobles contra un gobierno que ha adoptado medidas que don Hipólito habría seguramente acompañado con entusiasmo.

La historia no dicta lecciones pero lanza contundentes recomendaciones. Siendo esto así, el reciente apoyo del Partido Socialista a la candidatura presidencial de Elisa Carrió hubiera malhumorado a Juan B. Justo, hubiera sorprendido a Hipólito Yrigoyen y desconcierta sobremanera a quien suscribe respetuosamente estas líneas.

(*) Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario
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