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 miércoles, 21 de marzo de 2007  
Reflexiones
¡Milagro!

Por Rubén Echagüe

Promediaba el mes de febrero pasado cuando un niño de doce años, sensibilizado por una dolencia congénita a la que se sumaba la grave enfermedad que aquejaba en ese momento a su padre, "descubrió", en la corteza de un sauce cercano al cementerio de la localidad donde reside, una imagen afín a las que venera la feligresía católica.

Unas dos semanas después, la información periodística daba cuenta de que el árbol en cuestión había sido vallado, contaba con una guardia oficial permanente y era objeto de ofrendas -no precisamente desinteresadas-, como flores, rosarios, pañuelos,velas y fotografías de personas enfermas.

El fenómeno, aunque siempre movilizante, no es nuevo, y si ha evolucionado por los carriles habituales, ya lo acompañará un inaudito caudal de "merchandising" instalado en los alrededores: velas y más velas, tal vez con forma de árbol, estampitas, medallas, souvenirs de todo tipo y -como de carne somos-, choripanes y gaseosas para mitigar el hambre y la sed de los agobiados peregrinos.

Hasta será preciso redoblar la vigilancia en torno al árbol, para evitar que alguien lo mutile, con miras a agenciarse su propia reliquia personal (alguna vez se dijo que para que todas las astillas de la cruz de Cristo que circulan por el mundo, fuesen reliquias auténticas, el glorioso maderero debería haber medido varios kilómetros de largo).

Pero bromas aparte, bromas que no vulneran -¿cómo podrían hacerlo?- la grandeza divina, sino que solamente ponen de manifiesto la mezquindad humana, el hecho merece alguna reflexión y, de ser posible, adulta.

Arboles santos los hubo en todas las épocas y latitudes: los celtas veneraban la encina, los escandinavos el fresno, los alemanes el tilo y los hindúes la higuera, para no mencionar los bíblicos árboles "de la vida" y "de la ciencia del bien y del mal" (Génesis: 2,9), o la identificación de la propia cruz en la que tuvo lugar el sacrificio redentor, con un árbol de dimensiones cósmicas (esto justificaría lo de las astillas).

Hasta me parece mucho más sensato adorar un árbol, si con ello lo que se proclama es el carácter "sagrado" de la naturaleza, así como la inmanencia divina en todo cuanto existe, en lugar de imaginárselo a Dios como propietario y locador de un inmueble en las nubes -la famosa "casa del Padre" de los avisos fúnebres-, o como un anciano sabelotodo con un triángulo en la cabeza.

Claro que aquí cabe hacer una salvedad, y que no es en absoluto irrelevante: el árbol que nos ocupa no es objeto de una veneración "genérica", por ser él, en sí mismo, un conmovedor e insondable misterio de la creación. Se lo venera -no sé si cándida o perversamente-, para que la imagen aparecida en su tronco -si es que tal imagen milagrosa existe, y no es el dragón que nuestra imaginación proyecta en la mancha de humedad de la pared- obre a nuestro favor.

Este "congraciarse con", para obtener a cambio una tutela provechosa en política se llama clientelismo, y podría sintetizarse en la descarnada locución latina "do ut des": doy para que des.

Huelga decir que esta práctica tampoco es novedosa, ya que si nuestros antepasados sacrificaron primero una doncella, luego un buey y más tarde una porción de cosecha para ser gratos a los ojos de alguna divinidad tremebunda, nosotros bien podemos ofrecer hoy treinta avemarías para que el abuelo consiga una cama en el Pami, media docena de claveles para que Maxi entre al Politécnico, o un rosario de plástico para que el domingo gane Racing.

Pero la pregunta del millón es la siguiente: Dios -o quien fuere-, ¿estará dispuesto a satisfacer nuestras siempre interesadas demandas? ¿Y en mérito a qué? Porque para que el abuelo obtenga su cama en el Pami deberá morirse don Ramón, para que Maxi entre el Politécnico tendrá que quedar afuera Nahuel, y para que gane Racing, será preciso que pierda Vélez Sársfield.

Si el universo no es un caos, y todo pareciera estar concatenado según un orden preciso e inteligente: Urano girando en su órbita, el lino floreciendo a su tiempo, y el insecto naciendo con el alba para morir al anochecer, ¿habrá en ese gran "teatro del mundo" alguien oculto entre bambalinas, dispuesto a trastornar el equilibrio perfectamente concertado, nada más que para acceder a nuestros ínfimos y estúpidos requerimientos? Y si Dios delega esta tarea en su corte celestial, ¿habrá que chequear si Santa Rita de Casia es más influyente que San Bruno, para abrazar su partido?

Sin duda estamos hablando de formas muy primitivas de religiosidad popular, ya que el futbolista que se santigua mecánicamente antes de encarar una jugada de riesgo, podrá ser un astro de nivel internacional, pero desde el punto de vista de su "madurez religiosa" -si es que cabe la utilización del término-, está muy por debajo del chamán que danza alrededor de la hoguera.

Y en cuanto a los milagros, como no hay nada nuevo bajo el sol, debo repetir que los hubo y los seguirá habiendo, en los cuatro puntos cardinales del planeta: Si en 1645 San José de Cupertino -a quien llamaban "el fraile volador"-, sobrevoló las cabezas del embajador español ante la Santa Sede y del séquito que lo acompañaba, seis siglos antes los campesinos que trabajaban en los valles del Tibet veían pasar volando a Milarepa, un santo budista que después de progresivas iniciaciones y de austeridades increíbles, llegó a dominar como nadie los secretos de la levitación.

Pero yo me quedo con lo que dijo alguien -ahora no recuerdo quién- sobre este tema: el más fascinante de los milagros no es volar por el aire, sino caminar sobre la tierra.


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