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domingo,
05 de
febrero de
2006 |
[Lecturas]
Aquellas voces de Boedo
Osvaldo Aguirre / La Capital
Cuentos. Los Lemmings y otros, de Fabián Casas. Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2005, 108 páginas, $ 23.
La narrativa de Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) es quizá la parte menos conocida de su obra. Libros como "Tuca" (1990) o "El salmón" (1996), entre otros, lo revelaron como una de las voces más importantes de la nueva poesía argentina. Al mismo tiempo, no obstante, ha desarrollado una producción igualmente importante en prosa, de la que dio cuenta en un pequeño libro, "Oda" (2003), y en publicaciones ocasionales, y que ahora adquiere una forma más visible.
"Los Lemmings y otros" reúne siete relatos y un apéndice con datos complementarios sobre "El bosque pulenta", uno de los textos centrales de la serie. Y apenas se inicia la lectura queda claro que poesía y prosa forman una unidad en la escritura de Casas. No sólo porque las recorren historias y personajes comunes (Roli, mencionado en el poema inicial de "Tuca", asume un rol central en "Oda" y es mencionado al pasar en este libro, para citar sólo un caso) sino porque están sustentadas en un mismo lenguaje, una misma voz, que en este libro asume la figura de Andrés, el alter ego de Casas. Tan fuerte como el yo que narra es la presencia del escenario de estas historias: Boedo, el barrio que remite a la infancia y a la identidad en un sentido absoluto, ya que como afirma uno de los personajes, "Boedo queda donde estemos nosotros".
"Los Lemmings", el primer relato, revive el fin de la infancia y la irrupción de acontecimientos inaugurales. El momento en que "sentí por primera vez, sin ninguna duda, que me gustaban las mujeres", como dice el narrador. El del contacto inicial con los libros, a través de la colección Robin Hood y un chico raro que parecía "Paul Valery conviviendo con la hinchada de Boca". Y el del comienzo, también, de esa experiencia del lenguaje que está en el origen de la escritura. Palabras que son propias y desconocidas por los demás: "Creo que el verbo melar desapareció de la lengua, pero alrededor de los años setenta, en Boedo, significaba «perder todas las figuritas». Cuando te melaban era el fin..."
Esa misma experiencia está en "Bosque Pulenta" donde el narrador cuenta los hechos de Máximo Disfrute, "mi primer amigo, maestro, instructor, como se lo quiera llamar". Es el personaje que media en el descubrimiento de la sexualidad y en revelaciones en las que resuena una visión de las cosas ("¿Qué es un adulto? Alguien que comprende que la vida es un infierno y que no hay ninguna posibilidad de buen final"). Y sobre todo aquel que pronuncia palabras potenciadas con el encanto de lo desconocido: palabras como cojer, chabón y pulenta, medio prohibidas por los adultos. Pulenta, en particular, es un adjetivo que se puede aplicar virtualmente a todas las cosas que atraen y seducen. No puede ser explicado ni traducido a otros términos, porque está acuñado en su circulación en el ámbito de un grupo y funciona como una especie de código de identificación.
El valor de ese mundo perdido que el narrador quiere fijar con su relato ("Yo le pido prestado el resaltador a Marcel y trato de que quedemos fosforescentes en las páginas de aquel invierno") se reafirma en contraste con las estereotipadas convenciones de la cultura. En "Casa con diez pinos", un relato "absolutamente verídico", se relata un encuentro con un "gran escritor", que condensa características muy difundidas: la pedantería, el narcisismo exacerbado, la asombrosa seguridad de que lo que se hace es lo que está bien. Casas introduce un par de guiños al lector (el gran escritor cita una frase de Leonidas Lamborghini y uno de sus poemas es idéntico a "Paso a nivel en Chacarita", uno de los textos de "Tuca") y al descalificarlo surge su propia apuesta: ese gran escritor consagrado en el circuito editorial y periodístico es capaz de dictar un canon literariamente correcto, pero ni siquiera conoce a Ricardo Zelarayán (un verdadero escritor, para Casas). A la vez, en "Asterix, el encargado", la historia que se cuenta, o se recuerda, surge en la medida en que el narrador deja de leer un texto "que hay que leer", como se dice, y empieza a escuchar una voz familiar y con ella una complicada sucesión de hechos "cuando empezaba mi dorada veintena".
"La mortificación ordinaria" y "El relator" no participan de esas historias de grupo, pero de todas maneras se vinculan con Boedo. En el segundo, donde se hace una parodia del relato de la creación, localizada precisamente en el barrio, un anciano quiere tatuarse el escudo de San Lorenzo, ya que su equipo va a jugar la final de la copa Libertadores con Huracán Buceo, de Uruguay. Pero lo central es todo aquello que rodea esa ocurrencia un poco disparatada: la soledad del personaje, comparada a la de un samurai, los recuerdos y las presencias del pasado, la compañía muda de los objetos. El primero es uno de los puntos más altos en este libro. Carlos, el protagonista, ha estado ligado a la lucha armada en los 70 y vuelve a la casa de su infancia, para cuidar a su madre, ya anciana. Ha tomado la decisión de borrar su historia personal, pero aquello que fue se filtra sin cesar por las rendijas del presente hasta ocupar el centro de la escena.
La voz de Fabián Casas se escucha con nitidez e intensidad en estas páginas. Es una voz en la que dialogan muchas otras voces y que se afirma como una de las mejores en lo que hoy se escribe. También en narrativa.
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Del barrio. Casas recrea en sus poemas y relatos una mitología propia.
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