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 miércoles, 28 de diciembre de 2005  
Filosofía y periodismo

Tomás Abraham (*) / Especial para La Capital

La relación entre filosofía y periodismo nace en los tiempos de la Ilustración. Es contemporáneo del fenómeno conocido en el siglo XVIII como “opinión pública”. La burguesía se reunía en cafés, logias, masonerías, cabarets, salones literarios para discutir las cuestiones públicas. Se editaban periódicos que difundían esas mismas inquietudes y conformaban además el material que servía de guía informativa común. Las ideas filosóficas circulaban por una diversidad de medios y lejos estaban de circunscribirse a la forma del libro. La actualidad concitaba el mayor interés al tiempo que se vivían épocas revolucionarias. La libertad de opinión era la demanda generalizada para una sociedad que aún no se había desprendido de las consecuencias sangrientas de las guerras entre religiones y de la férula del despotismo. Tener el coraje de pensar, poder hacerlo sin necesidad de tutelas de parte de autoridades censoras, era la consigna de los filósofos del siglo de las luces.

Hoy en día se habla con desprecio de los “opinólogos”, una especie de sabelotodo que se mete adonde no lo invitan y habla sin pericia. Es el horror de los especialistas y de algo que gusta llamarse gente seria. Por otro lado, provoca escándalo que un académico se rebaje a seguir la agenda que imponen los medios. Está bien para periodistas pero no para pensadores. El pensador —categoría profesional ridícula ya que en realidad es un atributo que se da por añadidura cuando un saber o una opinión abren un espacio de pensamiento en el prójimo— impone el calendario de su viaje erudito y no debe dejarse seducir por la actualidad.

De parte del periodismo hay una relación ambigua respecto de los intelectuales. Por un lado son una fuente de consulta alternativa a la palabra de los políticos y los técnicos, por el otro se les pide que no compliquen el asunto y que traten de hablar un lenguaje claro ya que doña Rosa y don Pepe necesitan un idioma sencillo apto para todo público. Ser interesante y accesible es un ideal que no necesita ser recordado, el problema comienza en preguntarse en el sentido de pensar y expresarse públicamente si se está condicionado a decir lo que todo el mundo espera recibir para sentirse reconocido en su juicio y emoción. Hasta qué punto la audiencia, los televidentes y los lectores están preparados para recibir lo no previsto y hasta qué punto han sido adoctrinados para la autocomplacencia es un nudo de imposible desciframiento y no se resuelve con una encuesta.

Pero es habitual el intercambio de opiniones entre quienes proponen que el escritor se agache y los que piden que el lector se alce. No hay dudas de que siempre hay gente sensata que dice que hay un justo medio que entre agachadas y estiramientos se llega a un sano y mutuo entendimiento. ¿Pero qué sucede si lo que está en juego no es una cuestión de nivel y sí de mercado? Hablemos de dos tipos de consumidores ya que los agentes del mercado lo son independientemente de si lo que consumen son zapatillas o noticias. Existe el consumidor jibarizado al que se le muestra una marca y se la viste con una imagen deseada. Se estima que es un seguro comprador. Existe otro tipo de consumidor que tiene el placer de tomarse un tiempo y pensar. Como esta última es una actividad sinónima de relacionar, la densidad de su pensamiento depende del abanico de relaciones que abre respecto del bien que se le propone adquirir. No debe ser tranquilizador depender de consumidores que relacionan demasiado aunque fuere por el mero hecho de que no podemos anticipar sus decisiones. Y en el mercado se trata de anticipar y producir deseos, y una vez conseguidos resguardarlos de interferencias.

Por el contrario, los que nos dedicamos a la docencia pedimos, a veces hasta rogamos, que los estudiantes relacionen en lugar de repetir. Estimular la facultad de la imaginación como apoyo de la información recibida es lo que permite que la transmisión de un saber tenga efecto multiplicador y productivo. Pero lo que sucede en las aulas no es repetible en cualquier ámbito del mercado, inclusive del mercado cultural, porque la asimilación de la información implica esfuerzo y también inquietudes ya que los resultados no son inmediatos.

No hay nada más antagónico que un ambiente académico y una sala de redacción. Un aula es un dispositivo de repetición, de manipulación lenta de los materiales, de un acercamiento paulatino, que a veces dura años, a un conocimiento, por lo demás inconcluso. Las salas de redacción así como los sitios de producción de noticias son voraces. Lo que se dice hoy no vale para mañana. Hay que tener al consumidor excitado con la novedad. No hay tiempo ni es el propósito crear relaciones sino atraparlo al cliente en el tren, en un café, con el pinchazo de un alfiler que le dé muestras de que está vivo. Es decir que siempre hay novedades, porque el día en que a alguien se le ocurra que ya no hay novedades la gente

—históricamente hablando— tiene una sola opción: o se va a pescar al borde de un río esperando que el cauce se seque o, si no tiene carnada, fija la vista en un palito. En resumen, se dedica a filosofar.

La rutina es lo que nos da la seguridad de que todo sigue, es decir que el gol de Poy siempre se grita, que Evita tal cosa, de que los ravioles los domingos, que otro crimen en el barrio tal, los asuntos más sombríos como la cuota semanal que nos recuerda que esta semana se matan viejitos, se violan nenitos, que los políticos roban, que las minas de la tele siguen regalando un despropósito algo anacrónico de ubres, que, finalmente, no hemos perdido la infancia. Cada uno tiene un lugar de rememoración de su infancia, para el que aquí escribe, es el fútbol, como lo es para millones de argentinos. Escuchar un programa deportivo de radio en que los cronistas se pelean por versiones y aficiones, me devuelve al patio de la secundaria. Por lo general cuando la cultura popular tiene un gran poder de inercia y se afinca en raíces bien sujetadas y regadas, infantiliza. Por eso los pueblos latinos son más divertidos, son chiquilines y no tienen la madurez de pueblos cuya infancia se ha perdido de lo viejos que son, deberían remontarse a los celtas, a Asterix o a Virgilio. Nosotros no, la infancia la tenemos cerca, y nos gusta.

El defasaje entre periodismo y filosofía permite una serie de lugares comunes que deforman la visión de los acontecimientos. A los pensadores les gusta aseverar que vivimos tiempos de crisis y de destrucción como jamás ha conocido la humanidad. Se creen testigos estrella. Sin embargo, más allá de los crímenes y genocidios de nuestro siglo, no hay que olvidar que los crímenes masivos y otros genocidios han sido la normalidad de la historia. Las hambrunas, las endemias que devastaron periódicamente poblaciones enteras, las guerras aniquiladoras en nombre de valores religiosos, las cruzadas diezmadoras, el vaciamiento de aborígenes de nuestro continente, sistemas de esclavitud que signaron el alba de la modernidad y la acumulación de capital, la quema de científicos en nombre de la lucha contra la herejía, los tribunales inquisitoriales, los sistemas de poder que humillaban a las familias con sus mujeres a merced de la codicia de señores, los pagos fiscales para mantener privilegios de corte que reducían a la miseria a los campesinos. No tiene fin el dolor de la historia si uno quiere informarse de lo sucedido en el transcurrir de la vida de las civilizaciones. Lo que sucede a diferencia del pasado es que no había televisión por cable. Pueden estar seguros de que de haber existido la CNN y Crónica TV en los siglos que nos anteceden, las ciento cuarenta horas semanales de noticias que nos regalan las pantallas deberían potenciarse para dar lugar a todo lo sensacional que pasaba allá lejos y hace tiempo.

El ánimo crepuscular de cierta generación de intelectuales añora viejos tiempos culturales y sociales cuando no hay nada que extrañar. Es cierto que en la Década Infame los barrios eran más tranquilos y la gente escuchaba más tango a la vez que el periodismo ofrecía la calidad del diario Crítica, pero por algo le dicen tiempo infame. Es una pena que no haya una mejor composición entre filosofía y periodismo. Evitaría que los pensadores intervengan con tanta frecuencia en los medios con sus máximas cavernosas acerca de la sociedad del conocimiento, la biodiversidad, el pluralismo, de la imprescindible redistribución de la riqueza de los otros, y otras mayúsculas de conferencistas bien pagos para públicos adiposos. También nos ahorraría el menosprecio de un periodismo taquillero que sólo vive del instante y que tiembla ante la pérdida de la entelequia llamada primicia y la otra, peor aún, a la que han llamado “la gente” de la que dicen conocer lo que quiere. Pan y circo.

¡Qué problema este de la filosofía y el periodismo! No nos vuelve niños, sino monos de tanto que nos vamos por las ramas.

(*) Con este artículo finaliza el ciclo de notas del filósofo Tomás Abraham

que venía publicándose semanalmente
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