Año CXXXVIII Nº 48971
La Ciudad
Política
Información Gral
El Mundo
Opinión
La Región
Policiales
Cartas de lectores



suplementos
Ovación
Turismo
Mujer
Economía
Escenario
Señales


suplementos
ediciones anteriores
Educación 23/12
Turismo 18/12
Mujer 18/12
Economía 18/12
Señales 18/12
Estilo 17/12

contacto
servicios
Institucional

 sábado, 24 de diciembre de 2005  
Corresponsal
Treinta años y nos días no son nada
El pasado franquista sigue siendo un capítulo cerrado para la mayoría de los españoles

María Laura Frucella

Hace sólo unas semanas, España se encontraba inmersa en aguas rememorativas, a treinta años de la muerte de Francisco Franco. Hoy, a mediados de diciembre, toda esa humedad reflexiva parece haberse evaporado en el aire, disuelto como una moda pasajera, o como la repentina y fugaz popularidad de algún personaje salido de un concurso de televisión.

¿Estaría programado el recuerdo, el esfuerzo elaborativo, la voluntad de memoria crítica? ¿Se trata del "deber moral" de reconocer que hay cuestiones pendientes, o habrá verdaderos deseos de escarbar, rebuscar, escudriñar hasta entender algo de ese pasado tan próximo?

En una de las tantas notas periodísticas escritas para la ocasión, alguien se preguntaba si existe un franquismo inconsciente. Creo que da en el clavo.

Una leyenda urbana dice que el hecho singular de que todos los jueves se sirva paella en la mayoría de los restaurantes de España se debe a que en otros tiempos "El Generalísimo", amante de este plato, solía salir a comer ese día, de incógnito y sin anunciarse para despistar a posibles enemigos. Aunque no fuera cierto, la escena que dibuja la leyenda no deja de ser sugerente: un pueblo en espera de su dictador para nutrirlo. Un pueblo que lo nutrió durante treinta y seis años, que le permitió morirse de viejo en una cama de hospital y lo lloró, que venera a aquellos que él mismo dejó para sucederlo -el rey Juan Carlos y familia- y que tolera entre sus funcionarios a personajes como el gallego Manuel Fraga, ministro y activo represor durante la dictadura, hoy en actitud, según sus palabras, de una "defensa razonable de lo que ocurrió" y de "respetar (la historia) y no olvidarla, pero no reabrirla".

Sé que no tiene mucho sentido -las diferencias son abismales- pero creo que nos pasa a muchos argentinos: no podemos evitar la comparación de esta parte de la historia de España con el Proceso y lo que pasó después. Y claro, se echa en falta el repudio unánime, la unidad de un pueblo que al decir "nunca más" establezca un rechazo de lo ocurrido y el análisis de su implicación en esa historia y su voluntad no ceder a la repetición.

Tal vez la diferencia más notable sea esta: a partir de la transición, la mayoría de los españoles establecen un pacto más o menos tácito de no remover mucho -cubrir con paños fríos para curar las heridas-. Al contrario, el fin del Proceso en Argentina nos dejó la idea de que era necesario revolver hasta la médula, llegar a esclarecer lo más posible, pues aquello que se tapa y se niega sigue produciendo engaño y sufrimiento. El pueblo español es como un niño perdido. No quería reyes, se supo ya en el treinta y uno. Pero después los volvió a tener, y ahora hasta los ama. No quería curas metidos hasta en la sopa, pero los tuvo obligatoriamente en cada resquicio de la vida privada. No quería fascismo, pero cada veinte de noviembre en el Valle de los Caídos vemos a miles de falangistas reivindicando el legado de José Antonio.

Y Franco todavía entre nosotros, en el discurso de viejos compañeros del régimen o de personas comunes y corrientes que aún lo honran. O en las mediáticas vidas de sus nietos Pocholo -esquizoide personaje de reality show- y Carmen, adinerada señora de sumo interés para la prensa rosa. O en los que dicen "Vascongadas" en lugar de País Vasco. O en la paella de los jueves.
enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo


  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados