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sábado,
24 de
diciembre de
2005 |
Fiestas de fin de año: tiempo de balances
No es solamente la celebración de una fiesta religiosa ni la tradición lo que motoriza las reuniones y fiestas de fin de año. Estas reuniones se planifican, negocian, disfrutan y padecen por anticipado, especialmente en las familias.
Decimos que nos reunimos "a comer", lo cual es muy cierto. Pero estas comidas tienen un significado ceremonial, un valor de ritual que no acabamos de definir en nuestra comunidad tan individualista y necesitada de alegría.
Los terapeutas familiares consideramos al ritual como un momento significativo en el que la gente crea activamente el sentido de su realidad, conectándose con su historia y proyectando el futuro deseado. Serias investigaciones sugieren que los seres humanos necesitamos de esos instantes clave, distintos, que marcan el paso del tiempo de una manera compartida y especial. Los necesitamos para saber quiénes somos y qué podemos esperar unos de otros.
Si bien la palabra ritual puede sonarnos a tribu de salvajes, seguimos celebrando graduaciones, matrimonios, velatorios y aniversarios. No existe ninguna cultura humana sin rituales. También suele ocurrir que en algunos momentos los sintamos como pesadas obligaciones sobre todo cuando los conflictos que despiertan son superiores a la gratificación que brindan, o cuando han dejado de tener sentido por alguna razón.
La evitación, fastidio, o aun la angustia que las fiestas despiertan en muchas personas tienen que ver en parte con esta sensación de imposición, pero también con la naturaleza de estas reuniones rituales. Como toda situación importante, la celebración no tiene una sola cara. A la vez que despierta la esperanza de celebración y encuentro, nos pone frente a los conflictos no resueltos de nuestra vida afectiva.
En un entorno competitivo, las reflexiones acerca del último año pueden llevarnos a balances angustiantes, entrando en circuitos estériles de reproches y autorreproches. Los ausentes se añoran más que nunca; esta tensión predispone a una mayor exigencia y a la consecuente depresión.
Los mismos desafíos que la vida nos pone delante cotidianamente, aparecen en este momento con mayor nitidez y exigiéndonos definiciones. Será necesario distinguir entre aquellos que podemos resolver y los que es mejor aceptar, sin dejar que las imposiciones nos acorralen.
Las reuniones familiares pueden convertirse en escenarios de hipocresía y frustración cuando tratamos de representar la familia que quisiéramos ser, o la que creemos que debiéramos ser, no pudiendo aceptar la que somos.
La posibilidad de nacer juntos a una realidad mejor comienza con el reconocimiento de nuestros deseos, recursos y limitaciones. Si usamos el ritual para forzar situaciones, su potencia y su magia se volverán contra nosotros. El mayor peligro a sortear en Navidad es creer, engañándonos a nosotros mismos, que bajo las luces destellantes del árbol nuestra familia se convertirá de pronto en aquello que siempre hemos deseado, y que tal vez nunca fue. Así es como podemos terminar indigestados, al tratar de rellenar con comida y regalos las heridas en los vínculos que no podemos o no sabemos mejorar.
Es posible hacer que la Navidad, como la sonrisa, sea nuestra oportunidad de encuentro que siempre reaparece. Surge convocada por la necesidad humana más básica, que es el hambre de un alimento unido al amor y a la aceptación.
Y si apartando tantos ruidos, escuchamos a nuestra voz interior, quizá nos hable de más de una familia: la familia de nuestra historia, la que supimos conseguir y la que no hemos elegido; las familias de la amistad, la de los muchos hermanos que no nacieron de la misma sangre.
La voz interior no sabe de obligaciones sociales, sí de encuentros diferentes que nos llenan de alegría cuando hay sinceridad y respeto mutuo. Tal vez necesitemos más de una Navidad. Para los que podemos reunir y para los que no podemos reunir.
Aceptemos el desafío de hacernos esas Navidades, de no mezquinar los abrazos, promesas, recuerdos, miradas y sonrisas que necesitamos, para afirmar una vez más que deseamos la vida, que merecemos la felicidad.
Patricia C. D'Angelo
Psicóloga y terapeuta familiar
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