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domingo,
06 de
noviembre de
2005 |
El cazador oculto: "Un curioso
vernissage a
la mexicana"
Ricardo Luque / Escenario
Nadie sabe a ciencia cierta a dónde hay que ir. En ese extraño tramo de San Martín, que va entre la peatonal y el dedo gigante de la estatua de Carlos Casado, los invitados a la apertura de la muestra "Imágenes de la Revolución Mexicana" andan desorientados. Se los puede distinguir de los empleados que abandonan presurosos la city porque visten con una elegancia inusual para esas horas. Cae la tarde, hace calor y para colmo, entre tanto banco reciclado con altísimos presupuestos y pésimo gusto, se hace difícil dar con la vieja sede del Banco Nación. ¿A quién se le ocurre organizar una exhibición de fotos y grabados en un lugar tan poco habitual? Al Negro Ielpi, claro, que en su afán por salir de lo común metió al puñado de VIPs invitados a la reunión en un lío tremendo. Sin embargo, nadie cejó en su intento de dar con el señorial edificio. Y no es para menos. La promesa de tacos y cerveza Corona era irresistible y, pese a la dificultad, los "eventeros" no faltaron a la cita. Ahí estaba Carmina Galeote, la inquieta becaria del Parque de España, quien, pese a no tener invitación, se las ingenió para eludir el celoso control de la entrada y llegó antes que nadie a las mesas donde se servía comida mexicana. Mariana Buchín, inquietante con esa remerita blanca ajustadísima que dejaba entrever sus encantos ocultos, no le fue en zaga. En unos pocos minutos, demostró que no sólo es una talentosa artista plástica sino también una experta en las más curiosas de las delicias aztecas. A su lado, el rigor inquebrantable de Juan Giani, que se resistió a probar bocado con la convicción de un monje tibetano ante las tentaciones terrenales, resultaba insoportable. Tanto la música de mariachis que, vaya uno a saber a quién se le ocurrió ideal para amenizar la velada. "Fue peor cuando pusieron a Chavela Vargas", deslizó por la comisura del labio Daniel Fernández Lamothe, quien insiste en usar esos lentes de marco de metal y barba desprolija que tanto éxito le daban con las estudiantes de psicología en los 70 y ahora le dan un aire al abuelito de Heidi. Gracias al cielo, una morocha de ojos claros y curvas peligrosas que cruzó el salón con la ligereza de un ángel puso fin a sus ácidas ironías. "¿Quién es?", preguntó con la mirada enardecida. Nadie le respondió. Aunque todos sabían que era la hija del anfitrión. Un padre con pocas pulgas.
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