Año CXXXVIII Nº 48825
La Ciudad
Política
Economía
Información Gral
El Mundo
Opinión
La Región
Policiales
Cartas de lectores


suplementos
Ovación
Escenario
Educación


suplementos
ediciones anteriores
Turismo 24/07
Mujer 24/07
Economía 24/07
Señales 24/07
Salud 20/07
Autos 20/07
Estilo 02/07
Día de la bandera 20/06

contacto

servicios
Institucional

 sábado, 30 de julio de 2005  
Reflexiones
El lenguaje de la revolución

José María Ridao (*) / El País (Madrid)

Quizá uno de los signos más incontestables del error de perspectiva en el que estamos incurriendo tras los últimos atentados terroristas resida en el hecho de que, como ocurrió tras los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono, creemos que la paz y la estabilidad mundiales dependen de que seamos capaces de explicar cuestiones en buena medida accesorias, como de qué fuentes procede la ideología que invocan los terroristas o por qué están dispuestos a suicidarse al perpetrar sus crímenes. Nos hemos precipitado así en una interminable controversia, reiniciada con ocasión de cada nueva matanza, entre quienes sugieren conjurar el peligro haciendo que, en resumidas cuentas, el Estado democrático controle las interpretaciones de determinados textos religiosos y quienes, desde otro extremo, entienden que el remedio consiste en revisar la política de las principales potencias hacia Oriente Próximo, guiada por un insostenible doble rasero.

A estas aproximaciones ha venido a sumarse otra. Bajo el título de "Los combatientes suicidas" Bruno Etienne ha querido recordar que, junto a las explicaciones teológicas, junto a la invocación de las injusticias cometidas por las principales potencias en Oriente Próximo, también es posible recurrir a Freud para explicar lo que está pasando.

La irrupción de Etienne permite comprender que, en efecto, cualquier especialidad está en condiciones de aventurar su propia hipótesis sobre las razones por las que ciertos individuos han decidido coaligarse con el propósito de matar y morir bajo la invocación del islam. Pero debería llevar a comprender, sobre todo, que lo que éstas y otras hipótesis tienen en común es el hecho de que todas ellas se concentran sobre el mismo tramo del problema: el que precede a la formación de una ideología a la vez suicida y criminal, y no el que va desde esa ideología, ya formada, hasta el proyecto de poder que pretende concretar. Limitado así el análisis, nada tiene de extraño que con cada atentado regresen los tópicos acerca del nihilismo de los terroristas, del odio que nos profesan. En definitiva, damos vueltas a la pregunta implícita de por qué hacen lo que hacen, pero dejamos sin respuesta la que resultaría decisiva para desactivar el polvorín: la pregunta de para qué lo hacen.

Lejos de tratarse de una mezcla de arcaísmo en los fines y modernidad en los medios, Al Qaeda es un movimiento revolucionario; es decir, uno que afirma haber encontrado en los musulmanes discriminados u oprimidos el "sujeto histórico de cambio" y que pretende encabezar en su nombre una sustitución absoluta y radical del orden político, primero, en los países árabes y musulmanes, y después en el mundo. La parafernalia con la que sus militantes se rodean no pretende la recuperación de ninguna tradición islámica, sino una iconografía de nuevo cuño con cuyos emblemas y distintivos aspiran a ser identificados no como creyentes, sino como miembros de la organización y combatientes de su causa. De igual manera, sus estrategias no están inspiradas por textos religiosos, sino que se ajustan a los códigos de conducta de los movimientos revolucionarios: convertir la minoría en vanguardia, desencadenar una espiral de acción y reacción para ampliar las bases de apoyo, agudizar las contradicciones del enemigo para contrarrestar su superioridad económica y militar.

Como movimiento revolucionario, el triunfo de Al Qaeda hasta el momento es el de habernos convencido de que el terrorismo es el principal riesgo al que nos enfrentamos, el de haber logrado que concentremos toda nuestra atención en ese trágico señuelo, sin advertir que al hacerlo así no sólo descuidamos, sino que empezamos a entregarles la partida en el tablero en el que sus dirigentes quieren jugarse su futuro y el de todos: el del rearme y, más en concreto, el de la proliferación nuclear, a la que más pronto o más tarde esperan incorporarse. Los atentados de Londres resultan, desde esta perspectiva, clarificadores. Buena parte de los representantes políticos y de los observadores que se pronunciaron sobre la matanza, el pasado 7 de julio, pusieron de manifiesto la habilidad de los asesinos para perpetrarla coincidiendo con la inauguración de la cumbre del G-8 y la elección de Londres como sede de las olimpíadas. A poco que se reflexione se advertirá que no necesitaban demasiadas luces, sino más bien ningún escrúpulo, para señalar una fecha en la que se sabía de antemano dónde estarían puestas las miradas.

La verdadera habilidad de los asesinos quedó patente, por el contrario, en el hecho de que fueran paquistaníes quienes se encargaron de transportar y activar las bombas. En un país y una ciudad donde no existe la obligación de ir documentado, los terroristas llevaban encima papeles que acreditaban sus identidades. Comprometidos ya con Al Qaeda, viajaron sin ocultarse a Pakistán y dejaron huellas de cada uno de sus pasos. Por otra parte, la red que los acogió no hizo nada por borrar las pistas. En estas circunstancias, ¿es mucho suponer que los dirigentes de Al Qaeda pretendían colocar frente a frente, o por expresarlo en términos propios de los movimientos revolucionarios, agudizar las contradicciones entre Londres e Islamabad, como antes intentaron con los de Washington y Riad o con los de Rabat y Madrid? Si a petición del Reino Unido -debieron de calcular los dirigentes de Al Qaeda-, el general Musharraf emprendiese una dura represión, sería su régimen el que podría perder apoyos en el interior; si no lo hiciera, lo que peligraría serían sus relaciones con el Reino Unido y, en general, con ese grupo de países impíos que, según los terroristas, lo sostienen.

Por descontado, en el trasfondo de esta estrategia se encuentra el hecho de que Pakistán dispone del arma nuclear y de que quien gobierne en Islamabad será su dueño. Llegar a hacerse con esa ciudad sería una de las mayores victorias de Al Qaeda, y de ahí la presión que ejerce sobre Pakistán y sobre el régimen de Musharraf. Pero sus dirigentes no renuncian a otros objetivos aunque capaces de hacer que la causa principal siga avanzando, como desestabilizar cuantos gobiernos se pongan a su alcance, desde Arabia Saudita a Indonesia, desde Egipto a Marruecos. Los atentados que han perpetrado en estos países, como los recientes de Sharm el-Sheij, se inscriben no en el mandato de textos religiosos, no en las injusticias padecidas por otros musulmanes o en procesos subconscientes que haría aflorar el psicoanálisis, sino en un propósito de hacerse con el poder a través de métodos revolucionarios; es decir, intentando desencadenar mediante crímenes y acciones violentas una espiral, ya sea económica, ya política, de cuanto peor, mejor. Una vez más la trampa o, por retomar los términos revolucionarios, la contradicción a la que debería enfrentarse cualquier país europeo que corriese en ayuda de alguno de estos regímenes sería la de confirmar, de acuerdo con las previsiones de Al Qaeda, que el odio al islam pesa más que el compromiso con la democracia. Que, en definitiva, Occidente se contradice y, al contradecirse, se debilita y se traiciona.

Morir en el metro de cualquier ciudad europea se ha convertido en uno de los principales miedos de nuestros días y es preciso que los gobiernos y los ciudadanos adopten dentro de la legalidad democrática cuantas medidas sean necesarias para conjurarlo. Ahora bien, no se debería confundir ese miedo con el principal riesgo del siglo XXI, no se debería aceptar la idea de que nuestro futuro se juega en la lucha, o peor aún, en la guerra contra el terrorismo, en la que ahora también la policía parece autorizada a prescindir de la ley con sólo invocar la noción de daños colaterales cuando abate por error a un inocente. Antes por el contrario, nuestra suerte se juega, se está jugando ya, en la consolidación de nuevas doctrinas políticas y militares que están zapando la legalidad democrática y la legalidad internacional; también en el rearme y la proliferación nuclear en que estamos embarcados con la intención de combatir así el terrorismo. En realidad, esos son los principales instrumentos con los que Al Qaeda cuenta para, volviéndolos del revés a través de atentados y matanzas, llevar a cabo su proyecto de poder.

Si por persistir en un error de perspectiva, si por encerrarnos en una única obsesión, si por seguir preguntándonos el porqué de las matanzas en lugar del para qué, Al Qaeda llegara un día a realizar ese proyecto, el designio último del lenguaje de la revolución se habría cumplido, y las esperanzas de paz y libertad de toda una época habrían sido brutalmente canceladas.

(*)Embajador de España en la Unesco


enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo

  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados