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domingo,
24 de
julio de
2005 |
[Corresponsal]
Elogio de la bicicleta
María Laura Frucella
Hacía años que no andaba en bicicleta. Desde los nueve. Creo que he venido soñando que voy en bici desde hace tiempo, así que finalmente di el gran paso: me compré una. Ahora no puedo explicarme como estuve separada de este artefacto glorioso durante tantos años. Volver a la bicicleta ha sido como atravesarle una capa a la realidad, como infringir una ley natural del espacio, o desdecir una evidencia dura y contundente: la realidad es larga.
A pie, la vida nos alcanza para unos pocos trayectos. Puedo dar diez vueltas al mundo en mi cabeza, pero las piernas no me acompañan. En dos ruedas, el pensamiento se ajusta a la velocidad con que las cosas pasan por delante de la nariz. Va y viene, el pensamiento se escapa, se cuelga de un recuerdo pero enseguida, por fuerza, se aplica al taxista que va a pararse justito en medio de la bicisenda para recoger un pasajero.
En Barcelona, el tránsito es mucho más ordenado que en Rosario -en mi ciudad natal, mis dos ruedas seguramente ya hubiesen sucumbido debajo de cuatro-. Sin embargo, el ciclista a menudo tiene la sensación de ser invisible, especialmente en el cruce de avenidas, donde los autos doblan sin mirar y uno no sabe si mezclarse con los amenazados peatones en los pasos de cebra o ponerse en la marejada de coches, rogando que la diferencia de velocidades no resulte catastrófica.
Hay casi cien kilómetros de bicisenda con promesas ya incumplidas por parte del Ayuntamiento de habilitar el doble. Es insuficiente, y además en las horas pico, o en el calor abrasante del mediodía, nadie respeta al ciclista.
"Los automóviles han hecho de la ciudad un sitio peligroso", dicen los ciclonudistas, que el mes pasado organizaron una manifestación en Madrid. En bicicletas y "trajes de paraíso terrenal" partieron de la Cibeles, subieron por la calle de Alcalá, pasaron por la Puerta del Sol y terminaron en el Paseo del Prado. Proponen recuperar el espacio que les ha sido arrebatado por el insoportable modo de trasladarse que el ser humano ha privilegiado en casi todas partes del mundo. Proponen "currarse" el propio desplazamiento, usando calorías corporales en lugar de tóxicos combustibles. Y se muestran tan inermes como lo están todos los días en la calle, pues sus cuerpos son su única carrocería.
Del mismo modo que me encuentro negada al apasionamiento por temas futbolísticos, carezco por completo de capacidad para encontrar belleza en los diferentes modelos de automóviles, salvo que se trate de alguno que me recuerda otros tiempos. También me ha faltado siempre voluntad para aprender a conducir, y es ahora cuando me reafirmo en mi indiferencia: no lo haré.
En esta ciudad hay casi tantos autos como personas, brillantes bicharracos que ocupan más sitio que los seres vivos, vomitan veneno en la atmósfera, consumen gran parte del sueldo mensual de un trabajador medio y luego duermen en las calles, los pobrecitos -sus dueños los dejan allí sin remedio, culposos, los garajes son muy caros y ya casi no hay cocheras disponibles-.
La sensación de andar en bicicleta es exquisita, en nada comparable a la pobrísima de ir en auto: en una ruta perdemos enseguida la conciencia de la velocidad y da lo mismo ir a ochenta que a ciento veinte. Bajar en bicicleta por la avenida Gaudí después de haber remado cuesta arriba por Claret es un placer único y merecido.
Ahora estoy volviendo a mi casa en bici. Es domingo por la tarde, ha comenzado a llover y temo un poco caerme en el asfalto mojado. Voy subiendo por el Paseo Sant Joan y ya la lluvia es franca, abundante, me cae por el pelo, se vaporiza en el calor de los brazos. De repente me acuerdo de una vieja canción que dice corre corre, corderito, que el lobo te está buscando, paro en la esquina a esperar el verde y las gotas gruesas me empapan, me tengo que apurar aunque me gusta mojarme, a la vez tengo un poco de miedo - corderito- el cielo gris oscuro, casi una noche prematura -anda el aullido nuestro volviendo loco a lo que se mueve, sube a las bicicletas, visita muertos- no hay muchos autos en la calle, pero los pocos que hay van a mil, no me traje el teléfono móvil, por cualquier cosa, por si el lobo.
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