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domingo,
24 de
julio de
2005 |
Occidente y el terror
La amenaza es inédita en la historia contemporánea de la civilización occidental: grupos de fanáticos que no temen por su propia vida amenazan las principales capitales del mundo desarrollado con atentados explosivos protagonizados por comandos suicidas. El fundamentalismo islámico ha elegido la vía del terrorismo más impiadoso para enfrentar al capitalismo globalizado: la gran diferencia entre los integrantes de grupos como Al Qaeda, Hamas o Yihad Islámica con, por ejemplo, los anarquistas de fines del siglo diecinueve es que en este último caso la violencia política emanaba del propio seno cultural, era selectiva y además procuraba transformar la sociedad que cuestionaba, no destruirla.
Las diferencias son importantes, aunque una resulta crucial: entre Kaliayev, el hombre que en 1905 no arrojó la bomba que tenía preparada contra el gran duque Sergio, tío del zar Nicolás II, porque el noble estaba acompañado por sus dos hijos, y los cuatro suicidas de Londres existe un abismo. Y ese abismo no es sólo de índole política, sino que posee una honda raíz moral.
El gran escritor francés
Albert Camus rescató ese episodio en su inolvidable obra teatral “Los justos”, estrenada en diciembre de 1949. Pero es en su ensayo “El hombre rebelde” donde definió con precisión inigualable a la característica que separa una actitud de otra: la presencia de la compasión. Es tan intensa, en efecto, la animosidad de los extremistas islámicos contra la civilización occidental que carecen de todo reparo —tal cual quedó horrendamente probado en las Torres Gemelas de Nueva York, el metro de Madrid y en el subterráneo de Londres— en asesinar a inocentes. No importa que se trate de mujeres o niños, de proletarios, de hombres de cualquier color, raza o religión: el pecado que pareciera haberlos unido fue simplemente residir en esas grandes ciudades y haberse hallado en el lugar preciso en ese fatal momento, cuando las bombas humanas explotaron para inmolarse matando.
Se asesina, entonces, no a cabezas rectoras ni a responsables políticos, lo cual ya sería suficientemente vil: pero la vileza de la acción se multiplica de modo infinito cuando se ultima a cualquiera y a todos.
De carácter difuso, la amenaza resulta muy difícil —por no decir imposible— de controlar en el marco de sociedades abiertas como las occidentales. Y lo más dramático es que una supuesta retirada militar de Irak —condición impuesta por Bin Laden para hacer cesar la violencia— tal vez no impida la continuidad de la ola de atentados; más allá de que la invasión a ese país pueda ser cuestionada y hasta repudiada con pesado fundamento, el mesianismo ciego que impulsa a los terroristas no aparenta poder ser extirpado con medidas vinculadas a la coyuntura.
Sin embargo, difícilmente pueda ignorarse que naciones sumergidas en la pobreza y la desesperanza presentan un
caldo de cultivo ideal para la expansión de ideologías
totalitarias o el integrismo
religioso. Acaso en ese punto radique la responsabilidad del poderoso Norte en relación con
tan delicado asunto: cuando las diferencias materiales son tan grandes que lindan con la obscenidad, el odio surge con naturalidad obvia.
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