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domingo,
12 de
junio de
2005 |
Revisiones
Para leer la geografía
"Paris" es uno de los libros que integran la colección "Geografías literarias" de Editorial Cántaro. Christian Kupchik se encarga en esta publicaión del prólogo, selección y posfacio. Aquí un adelanto
Christian Kupchik
"París se dibuja y vuelve a pintarse una y otra vez con colores siempre subyugantes, atrapando con sus cantos de sirena a propios y extraños. No se entrega a ninguno y, a la vez, crea la ilusión de estar con todos. ¿Cuál es su verdadera esencia? ¿Esa concentración de todas las formas de energía posible que conjeturó la enfermedad y aventura enciclopedista de Balzac? ¿Las calles y jardines por donde huían de sus sombras "Los Miserables" de Hugo? ¿Los cafés, librerías, el estudio des Ursulines, donde los surrealistas conspiraban entre el sueño y la realidad? ¿La mirada campesina de Aragon? ¿La esquina en la que Sartre perdió el existencialismo?
Es probable que cada una de estas visiones, aún iluminando un fragmento del verdadero rostro de la Bella, no pueda explicarlo por completo. Y aún menos, uniendo todos estos puntos entre sí. Al caminar abrazados a la cintura del Sena -ya de la rive gauche, ya de la rive droite -, los héroes novelescos y los fantasmas poéticos que yerran, aman y mueren por la ciudad, serán sorprendidos en su última hora por una respuesta inesperada: París devino un personaje de sí misma.
Sola, en lo alto, la monolítica presencia de la Torre Eiffel custodiando el cielo urbano parece ser la prueba única de segura inmanencia. No obstante, ofrendada al mundo como símbolo y tótem, la trasnochada Torre también sabe guardar su enigmática cifra, el suspiro de un misterio. Algunos desvelados, empero, supieron revelarlo.
"La Torre Eiffel devino mucho más viva que yo mismo", escribió Philippe Soupault en "Les dernières nuits de Paris" (1928), y fundamentaba esta afirmación con el siguiente argumento: "Desde hacía tiempo sabía que, de considerarla desde sus pies, ella resultaba demasiado metálica y arquitectural, en tanto que si la percibía desde más lejos, entonces adquiría un velo simbólico. Ella cambiaba de aspecto y carácter según se la admirara desde Pantin o de Grenelle, de Montmartre o del Point du Jour?".
Como no podía ser de otro modo, la Torre conserva la misma camaleónica y secreta energía que la ciudad...
El perfume de la Revolución impregnaba cada piedra, cada morada. No faltaban nombres: La Fontaine, Marmontel, Meslier, Morelly, Mirabeau, La Rochefoucauld, Diderot, Marivaux, Vauvenargues. Pero sobre todo, el grupo conocido como "Los Indignados", miembros de una casta silenciada, aunque nunca del todo olvidada.
"Escucho decir todos los días que París es la primer ciudad del mundo debido por los atractivos y comodidades que ofrece la vida aquí, un verdadero paraíso terrenal donde se encuentra prácticamente todo lo que se puede soñar (...) Pero este paraíso terrenal resulta un verdadero suplicio para los infortunados que no participan de la abundancia, los placeres, la alegría y las fiestas en las que no tienen lugar y de las cuáles son mudos testigo s, a las que describen vivamente sólo para hacer más horrorosa la imagen de sus calamidades y miserias".
En el preámbulo a su "Capitale des Gaules ou la Nouvelle Babylone" -que se creería escrita hoy pero que data de 1759-, Fougeret de Monbron explota una de las figuras fundamentales de la retórica que refiere a París: el oxímoron. La capital es infierno y paraíso, lujo y miseria, lodo y oro. Esto mismo va a constatar Louis-Sébastien Mercier (1740-1804), otro "indignado" compañero de Fougeret, en el comienzo de su Tableau de Paris (1781). No obstante, Mercier no se contenta con refunfuñar y gruñir al estilo de Fougeret de Monbron, o espantarse como tantos moralistas. No, Mercier intenta encontrar el orden que reina en el interior de aquella confusión, la coherencia que estructura esa anarquía. No se lamenta por la inquietud de la humanidad, porque cree en el movimiento, sabe que una gran ciudad es, por principio, un catalizador de cambios, un transformador.
Mientras los visitantes se dejan fascinar por los monumentos, por el decorado de piedras y prestigio, Mercier desborda por completo el marco tradicional del cuadro urbano, en el espacio y en el tiempo. Por una parte, en lo que respecta a su lectura espacial, se lanza a la calle y su mirada ávida atraviesa los edificios reales y religiosos, pero también se aventura en el suburbio, investiga bajo los puentes, entra en los intersticios que todos dejan de lado; descubre así la ciudad burguesa y popular. Su trayectoria no tiene poco mérito: se ha convertido en el primer peatón de París (anticipando a una figura esencial de la que nos ocuparemos luego). En lo que refiere a su indagación cronológica, intenta ver las construcciones del pasado y del futuro a través de las de su tiempo. Descubre así que todo en la ciudad es provisorio, palimpsesto, un texto constantemente a punto de ser borrado y reescrito.
Frente a esta visión de un París en continuo movimiento (expresión muy cara a Montaigne), sólo caben dos actitudes complementarias: la del reformista militante y la del espectador melancólico. Y es así cómo, en 1770, Louis-Sébastien Mercier se convierte en un avanzado utopista y entrega su obra "L'An deux mille quatre cents quarante" ("El año dos mil cuatrocientos cuarenta"). El título es lo suficientemente claro: el narrador despierta setecientos años después de su nacimiento para encontrar un París embellecido. "Me perdía por avenidas espaciosas, dónde reinaba tanto orden que no se percibía ni la menor de las dificultades". La ciudad se presenta como un himno a un mundo luminoso, que se ofrece despojado a las miradas.
Diez años después de dar a conocer su utopía (o mejor, su ucronía) Mercier comienza a publicar su monumental "Tableau des Paris". Mientras el espacio del siglo XVII es idealmente homogéneo, guiado por la razón, el París del XVIII resulta confuso y contradictorio. Es así que el autor concibe el "Tableau", a la vez singular y plural, como una serie ilimitada de capítulos cortos que constituyen otros tantos puntos de vista, es decir, que recomponen fragmentos de París. Y aquí -como con la figura del "peatón"- encontramos un nuevo hallazgo premonitorio de la mirada moderna: el pasaje. En 1783 la obra ya alcanza a ocho volúmenes y 574 capítulos. Cinco años más tarde, los volúmenes ya son doce y los capítulos, aunque dejaron de ser numerados, ya superan el millar. El reportaje urbano de Mercier podría prolongarse hasta el infinito.
Completará su obra con "Le Nouveau Paris" (1798), donde pasea a su lector por una París más revolucionada que revolucionaria, a la que describe por sus azares y detalles, sólo capturados por el paseante atento a ver lo que los otros no perciben. La grandeza de París, según la visión de Mercier, es la de haber sido a un tiempo escenario y protagonista del drama más alucinado de Shakespeare. Se imagina la escena de la condena a muerte del rey como un momento trágico y tenso: mientras las mujeres en las galerías comentan los hechos mientras se atragantan con naranjas y helados, los hombres liberan sus pasiones en los cafés y las calles bajo los efluvios del vino y el aguardiente. Los acontecimientos, nos indica Mercier, así como las ciudades, varían según el lugar desde el cual se los observa y la intensidad con las que se focaliza. "Todo es óptica", concluye: la Capital de la Revolución acaba por ser un laberinto de perspectivas. De Hugo a Baudelaire, todo el siglo XIX va a abrevar en Mercier, quien, si con "L'An deux mille quatre cent quarante" anuncia la geometría haussmaniana, con el "Tableau de Paris" inaugura un gusto por el detalle que habrá de caracterizar, de aquí en más, a todos los peatones y flaneurs de la capital.
Walter Benjamin no anda lejos.
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Los periódicos parisinos también son parte del viaje elegido por la ciudad.
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