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domingo,
12 de
junio de
2005 |
(Nota de tapa) Crimen y castigo
Ingallinella, una batalla ganada contra la impunidad
En 1955 la policía de Rosario secuestró y asesinó a Juan Ingallinela. El cuerpo nunca apareció. Cincuenta años después se publican por primera vez datos del expediente judicial.
Osvaldo Aguirre / La Capital
Juan Ingallinella era médico y destacado militante del Partido Comunista. A los 43 años, había conocido la persecución y la cárcel por el hecho de ser opositor político. En junio de 1955, un grupo de policías rosarinos lo detuvo en forma ilegal y lo condujo a la Jefatura de la Policía, donde murió mientras era torturado con picana eléctrica. Su cuerpo nunca fue hallado; por efecto de una extraordinaria movilización popular, los responsables fueran detenidos y condenados. A cincuenta años, ese episodio traumático de la historia de Rosario ofrece todavía datos y circunstancias desconocidas.
El 16 de junio de 1955 un golpe militar intentó derrocar al presidente Juan Domingo Perón. Aviones de la Marina y de la Aeronáutica bombardearon a la población en la Plaza de Mayo y provocaron una masacre que dejó 300 muertos y más de 2 mil heridos y mutilados. Esa misma noche grupos de civiles quemaron iglesias en distintos puntos de Buenos Aires -la Iglesia católica encarnaba la oposición al gobierno, después de haber sido durante años su firme sostén.
Ese mismo día, en Rosario, el Partido Comunista distribuyó un volante titulado "Unidad popular contra el golpe oligárquico imperialista". Era una breve declaración en contra del complot militar. Sin embargo, fue la excusa para que el entonces jefe de policía de Rosario, Emilio Venancio Gazcón, ordenara una cacería de comunistas.
Los detalles del hecho se conocieron luego que un policía, Rogelio Luis Delfín Tixe, rompió el pacto de silencio que unió a los involucrados en la represión. La historia comenzó el 16 de junio cuando el subcomisario Santos Barrera, subjefe de Orden Social y Político, y un grupo de policías detuvieron a los hermanos Víctor Hugo y Miguel Angel Riskin en barrio Las Delicias y "secuestraron panfletos comunistas y en los que se instaba al pueblo a mantenerse contra los golpes de estado". Es decir que desde el principio estuvo claro para la policía el sentido de la posición comunista.
El jefe de policía de Rosario ordenó a Félix Monzón, jefe de Orden Social y Político, continuar el procedimiento hasta encontrar el mimeógrafo utilizado para la impresión de los volantes, "que constituían un desacato contra el entonces Presidente de la Nación". Así comenzaron las detenciones, que se realizaron en forma completamente ilegal: sin órdenes de allanamiento y con policías que actuaban de civil y sin identificarse, al estilo de los posteriores grupos de tareas. Ese mismo día, además, se llevó a Leyes Especiales una mesa que fue utilizada para torturar a los detenidos.
Posteriormente, agregó Tixe, el jefe de policía Gazcón puso al frente de los operativos a Francisco Eugenio Lozón, jefe de Leyes Especiales, disconforme porque Monzón se mostraba reacio a torturar a los detenidos. "Ante la insinuación que (Gazcón) le hiciera de apretar -relató Tixe-, Monzón le dijo que a algunos de los detenidos les había dado unas cachetadas, y que no conocía otros medios".
Ingallinella había repartido los volantes en la zona sur de Rosario, cerca del Frigorífico Swift. Durante la tarde del 17 de junio volvió a su casa, en Saavedra 667, donde se encontraban su esposa, Rosa Trumper, su hija Ana María, de 12 años, y su cuñado, Joaquín Trumper (ver aparte).
Enrique Bedoya, un policía de Leyes Especiales que era vecino del lugar y cuyo padre había sido paciente de Ingallinella, habría sido quien delató la presencia del médico. Poco después, mientras Ingallinella se duchaba, se presentaron cuatro policías de Leyes Especiales, entre ellos el propio Bedoya y Telémaco Ojeda, quien sería un conocido jefe policial en los años 60 y 70. La comisión se llevó presos a Ingallinella y Joaquín Trumper.
Ese mismo día, los abogados Alberto Jaime y Guillermo J. Kehoe tramitaban un hábeas corpus por los militantes detenidos. La ausencia de taxis hizo que tomaran un tranvía para dirigirse a los Tribunales provinciales. En el mismo coche se encontraron con el comisario Monzón, quien los hizo detener frente a la Jefatura de Policía. De nada sirvió que alegaran estar en el ejercicio de su profesión.
Entre la tarde y la noche del 17 de junio, unos sesenta dirigentes y militantes comunistas fueron alojados en la guardia de la División Investigaciones. De acuerdo a la pesquisa judicial, Francisco Lozón dirigió las torturas. Con él estuvieron Monzón, los subcomisarios Barrera y Fortunato Domingo Desimone (jefe de Robos y Hurtos) y los oficiales Arturo Lleonart, Rogelio Tixe, Ricardo Rey y Héctor Andrés Godoy. Otros dos policías, Francisco Rogelio Espíndola y Fernando Luis Serrano, colaboraron llevando a las víctimas a la sala de torturas. Gazcón y el jefe de Investigaciones, Gilbert Silvestre Bermúdez, estaban al tanto de lo que ocurría. Todos se confabularon más tarde para ocultar el crimen, en un intento por ocultar también su responsabilidad.
Los policías se ensañaron en principio con Kehoe, apoderado del Partido Comunista en Santa Fe y cofundador en la provincia de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Kehoe pudo sobrevivir a las torturas, pero en febrero de 1964 fue baleado junto con el abogado Adolfo Trumper por un militante de Tacuara y falleció en mayo del mismo año, a consecuencia de las heridas.
La sala de torturas, según el detallado testimonio de Kehoe, funcionaba en una oficina de Leyes Especiales contigua al despacho de Lozón. "Se encontraban unas diez personas -relató el abogado-. Unas sentadas, otras de pie. Algunas muy serias frunciendo el entrecejo. Otras con siniestra sonrisa dibujada en sus labios (...). Al centro, una mesa grande, fuerte, al parecer de roble, de unos tres metros de largo por poco más de un metro de ancho. Encima, cuatro correas, revestidas en su parte interior de estopa o algodón, de las que partían cuatro sogas fuertes y gruesas".
El interrogatorio giraba en torno al lugar donde estaba el mimeógrafo utilizado para imprimir el volante y "el fichero" de los militantes comunistas. Lozón le adelantó a Kehoe que "lo que le ocurría era nada comparado con los castigos que se le iban a infringir a Ingallinella, a quien tenían la intención de liquidarlo".
Otra de las víctimas era el contador Héctor Palma. Había sido detenido en la noche del 17 de junio en su casa por un comando policial. "Después de revisar la biblioteca y llevarse algunos libros y diarios, le condujeron en auto a la Jefatura de Policía -consignó el fallo judicial-. Al entrar a la oficina de guardia vio sentado en una silla al doctor Ingallinella". Despojado de sus efectos personales, Palma fue conducido a Leyes Especiales y torturado.
Después de la sesión lo trasladaron a una pieza. Desde allí pudo ver que Ingallinella era ingresado en la sala de torturas. El médico iba esposado y trataba de resistirse, por lo que los policías lo llevaban a la rastra. Fue la última vez que se lo vio con vida.
"Lozón ordenó al doctor Ingallinella que se desnudara -dijo el policía Tixe-, luego de lo cual le ordenó que se acostara sobre una mesa (...) Lozón personalmente le ató de los pies y de las manos (...) Le expresó a Ingallinella que quería el fichero del partido y el mimeógrafo que se utilizaba para hacer los volantes. Ingallinella no contestó ninguna palabra, entonces Lozón le pasó la picana eléctrica por el cuerpo".
Cuando Ingallinella quería gritar, dijo Tixe, el torturador le tapaba la boca con la mano. Desimone intervino diciendo que parecía descompuesto, ante lo cual Lozón respondió que "como era médico se mandaba la parte". El jefe de Robos y Hurtos cortó la corriente, pero ni aún así logró detener al jefe de Leyes Especiales. "Gringo vos no te metás en esto que es cosa mía", gritó Lozón. Poco después, advirtieron que Ingallinella había muerto.
Los policías intentaron reanimar al médico, sin conseguirlo. "Fue entonces -declaró Tixe- que Lozón dijo que iba a hacer el crimen perfecto". Mientras el resto de los detenidos quedaba en libertad, Lozón fraguó la firma de Ingallinella en el registro de salida de detenidos, por lo cual para la policía de Rosario el médico había salido de la Jefatura el 18 de junio.
Ese día, el cuerpo de Ingallinella fue llevado a zona rural de Ibarlucea. En el camino, los policías pararon en la casa de Francisco Espíndola para buscar una pala. "En una zona oscura y descampada -dijo Tixe-, pararon los coches y provistos de la pala, se cavó una fosa junto a las vías del ferrocarril. El cadáver fue depositado en dicha fosa y ocultado con yuyos".
En 1957 la justicia inspeccionó el sitio y descubrió una excavación en forma de fosa de 1,70 metros de largo por 60 centímetros de ancho y 30 a 40 centímetros de profundidad, "observándose asimismo varias ramas secas sobre la parte exterior, es decir que dicha excavación tenía todas las apariencias de una fosa, donde se había colocado el cadáver de una persona". Allí se hallaron varios trozos de género que los abogados Kehoe y Jaime, en el lugar, y luego Rosa Trumper reconocieron como partes del saco de Ingallinella.
El cuerpo, previamente, había sido desenterrado y trasladado a un sitio que nunca fue precisado, dado que los asesinos no lo revelaron.
Lozón aleccionó a los policías sobre cómo declarar y, según Tixe, exhibió una carta "que dijo había sido confeccionada por el propio jefe de policía, escrita a máquina y dirigida a la señora Trumper de Ingallinella expresando Lozón que él mismo mandaría despachar desde la provincia de Entre Ríos. En dicha carta se le comunicaba a la señora que su esposo se iba del país". Una perversa maniobra para desviar la búsqueda.
Otros dos policías -que no habían participado en las torturas pero presenciaron partes de la historia- declararon ante la Justicia: José Monsalvo y Carlos Saldugaray. Ambos escucharon las últimas palabras de Ingallinella, una advertencia a sus torturadores: "me van a matar".
El 13 de julio de 1955 los abogados de Rosario hicieron un paro en protesta por la desaparición de Ingallinella. Fue la primera de una serie de medidas que involucraron a sectores profesionales y estudiantiles. Así, el 2 de agosto la Confederación Médica Argentina dispuso un paro nacional por veinticuatro horas.
Las posibilidades de una investigación, sin embargo, eran prácticamente nulas, porque la policía estaba fuera de la jurisdicción civil y del control del Poder Judicial: el Código de Justicia Policial, aprobado en 1953 por la ley 14.165 del gobierno de Perón, establecía que los delitos cometidos por la policía serían juzgados por la propia fuerza, medida que reforzaba la impunidad institucional. Por una curiosa paradoja, ese peligro multiplicó de inmediato las instancias de investigación, al punto que hacia fines de julio, mientras crecía el reclamo popular, tres comisiones investigadores actuaban simultáneamente: la designada por el interventor federal Ricardo Anzorena; la que encabezaba el juez de instrucción Carlos Rovere y una Comisión Bicameral, promovida el 26 de julio, impulsada por el diputado radical Rodolfo Weidmann.
Una junta de peritos calígrafos estableció que la firma de Ingallinella había sido falsificada. Los policías involucrados cambiaron su versión y sostuvieron que el médico había sufrido un paro cardíaco, cuando Lozón la había aferrado del sobretodo, y que luego arrojaron el cuerpo en el río Paraná.
El 3 de agosto de 1955 la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Santa Fe resolvió que la justicia ordinaria era competente para intervenir en la investigación del asesinato de Ingallinella, con lo que la causa quedó definitivamente en manos del juez Rovere, quien el 9 de septiembre procesó a los policías acusados.
En la etapa de sentencia, el expediente quedó en manos del juez correccional Juan Antonio Vitullo. La intervención de Vitullo se destacó no sólo porque varios magistrados se excusaron de intervenir, por evidente temor o cobardía, sino porque logró reconstruir el suceso desarticulando la red de versiones con que los policías intentaron ocultar los hechos. El núcleo de su fallo fue una extensa consideración sobre la cuestión del cuerpo del delito. La defensa de los acusados planteaba que no existía prueba, ya que no se había hallado el cadáver de Ingallinella.
Vitullo sostuvo que esa expresión no debía ser interpretada en forma literal, como hacía la defensa. "El cuerpo del delito -dijo- puede ser acreditado por todos los medios de prueba". Después de citar y comentar diversos fallos y antecedentes nacionales y extranjeros, apuntó que "cuerpo del delito significa el acto o conjunto de actos realizados en la ejecución de un hecho delictuoso, vale decir el o los elementos materiales, objetivos y externos del delito" y concluyó que "probar el cuerpo del delito no es sino comprobar la concreción material de la acción que hace la figura típica del hecho delictivo".
A la vez Vitullo rechazó la hipótesis de homicidio preterintencional (sin intención) que sostenía la defensa. La muerte pudo no ser planeada, dijo, pero estaba en las posibilidades de los medios que utilizaban los torturadores.El 30 de mayo de 1961 condenó a Lozón, Monzón, Tixe, Desimone, Lleonart y Barrera a prisión perpetua; a Rey y Godoy, a seis años de prisión; a Espíndola y Serrano a dos años de prisión; a Bermúdez y Gazcón a multa e inhabilitación especial por un año. Tras la apelación de los condenados, el 19 de diciembre de 1963, el caso volvió a ser debatido en la Sala II de la Cámara Criminal de Rosario, integrada por Luis P. Laporte, Jorge A. Tellería y Carlos E. Carré.
En opinión de estos jueces, el asesinato de Ingallinella debía ser encuadrado como homicidio simple, ya que los policías no se habían propuesto matar a la víctima. En apoyo de esta interpretación sostuvieron: "no podemos suponer (que la picana eléctrica) fuera normalmente peligrosa desde que ninguna de las otras víctimas sufrió consecuencias graves. Más bien debe pensarse en una condición anormal predisponente del doctor Ingallinella para explicar la diferencia de resultado", dijeron. Algo que se parecía a responsabilizar a la víctima de lo sucedido. En definitiva, rebajaron las penas a 20 años, en el caso de Lozón, y a 15 años para los otros policías que habían recibido prisión perpetua, y confirmaron las restantes. Aún así el crimen no quedó sin castigo.
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