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miércoles,
25 de
mayo de
2005 |
¿Para qué pagamos impuestos?
Eduardo Scarpello
Paul Samuelson lideró la formación de economistas durante cuatro décadas. Su neokeynesianismo deleitó a los políticos. Prosperidad con gasto público financiado con déficit fiscal y emisión monetaria fue el paraíso que la cruel estanflación (recesión, desocupación e inflación) vino a destruir. El error del modelo teórico de Samuelson se repitió con el dirigismo socialista. En nueve ediciones de su manual de economía lo exaltó y mostró cómo estrechaba la brecha entre la economía soviética y la norteamericana, pero en la edición de 1995 tuvo que admitir que el soviético era un modelo fallido.
Pero aparece Hugo Chávez con su Alternativa Bolivariana de las Américas (Alba), pretendiendo reemplazar la economía de mercado por un sistema de transacciones entre Estados que resumiría las ventajas del dirigismo socialista y el neokeynesianismo.
En un seminario del Foro Hispano Argentino se imputó a nuestro gobierno una indefinición económica y política que siembra dudas sobre su destino final. Y preguntaron ¿Chávez y Castro, o Lula y Lagos?, porque: "Los empresarios terminarán invirtiendo en Brasil si la Argentina no reacciona ante su extravío" (Jorge Blázquez, Ambito Financiero, 16-5-05, p. 19).
Brasil se muestra ante el mundo como la alternativa seria: gobiernos de gran coherencia económica; desvinculación de la auditoria del Fondo Monetario, superávit primario público del 4,5% del producto bruto y para 2006 un techo para ese superávit que implica la obligación de no aumentar más los impuestos.
¿Y nosotros? La coherencia económica no existe; sostenemos que un superávit mayor al 3% condenaría a nuestro pueblo a la pobreza y los políticos fulminan a quien ose sugerir algún límite a su poder de crear impuestos o aumentar los existentes.
Sostienen que nuestra presión fiscal es inferior a la de los países desarrollados y que gracias al impuesto y el gasto público se redistribuye la riqueza. La repetición de estas falacias ha logrado el consenso de muchos argentinos, extasiados con la fábula del Estado bueno que quita al rico sus malhabidas ganancias para repartirlas entre los pobres, asegurando la justicia social mediante la redistribución de la riqueza y la generación de empleo. Pocos reaccionan frente a esta mentira cuyo fracaso en el mundo moderno fue ciertamente estruendoso.
Como este modelo no genera crecimiento sostenido, aumenta el número de pobres, crecen el costo de los servicios y el gasto público que debe financiarse con aumentos de la carga tributaria. Por ello, y sin pretender agotar la nómina, hoy pagamos. A la Nación: impuestos sobre ganancias, valor agregado, débitos y créditos bancarios, exportación e importación, bienes personales, ganancia mínima presunta, transferencia de inmuebles, capital de cooperativas, premios y sorteos, internos, combustibles líquidos, gas natural, cine, video, radio y TV, contribuciones previsionales, etcétera. A la provincia: inmobiliario, ingresos brutos, sellos, patente, rifas, EPE, tasas y contribuciones varias. A los municipios: registro e inspección, tasa general de inmuebles y multitud de impuestos encubiertos, derechos, tasas y contribuciones.
Algunos han crecido desmesuradamente: el IVA saltó del 13% al18% y al 21% y luego se amplió para gravar servicios y consumos tradicionalmente exentos, como la salud y alimentos básicos. Es injusto porque escondido en el precio lo pagan todos los consumidores y los pobres ni siquiera se dan cuenta de que el Estado les quita un gran porcentaje de los miserables ingresos que perciben. Con las contribuciones sociales, que sólo permiten un mal servicio de salud y jubilaciones indignas, se engaña al trabajador porque es él y no el patrón quien paga la totalidad con su salario.
Es mentira que los pobres no paguen impuestos. A millones de argentinos que ganan menos de 750 pesos y no llegan a cubrir la canasta familiar el Estado les quita con impuestos un 45% (suplemento económico de La Nación del 17-4-05). Y lo que les quita sólo muy parcialmente vuelve a los necesitados, gran parte se dilapida en servicios caros e ineficientes (por ejemplo educación gratuita para quienes pueden pagar por ella), en burocracia que oculta el desempleo y en clientelismo político que aporta votos para que los gobernantes se mantengan en el poder.
Nuestros ministros de Economía sostienen que la presión fiscal es del 26%, mientras que en los países centrales no baja del 40 o 50%. Es otra de las tradicionales falacias argentinas, porque se oculta que los operadores en negro, más de la mitad de nuestra economía, casi no pagan impuestos y por ello los que no pueden evadir, por ejemplo los asalariados, soportan una presión fiscal final superior al 50%.
El impuesto es un acto de fuerza o prepotencia sobre los ciudadanos que en gran parte existe para hacerles pagar a los grupos dominados los medios necesarios para el sustento de los que mandan. Luigi Einaudi decía que los hombres instintivamente se preguntan por qué pagan impuestos y si la respuesta no es clara claman contra la injusticia. Sin seguridad, sin educación, sin justicia, con más de la mitad de la población en la pobreza hoy los argentinos nos preguntamos: ¿para qué pagamos impuestos?
Tras la última crisis tuvimos la oportunidad de elegir entre el modelo del estado de bienestar de los ingleses o la economía social de mercado de los alemanes que se aplicaron simultáneamente luego de la Segunda Guerra Mundial. Uno casi conduce a Inglaterra a la bancarrota, otro produjo el "milagro alemán". Lamentablemente nuestros gobernantes parecen optar por el inglés, aderezado con generosas dosis de populismo y, como ocurrió en otros países, también los argentinos quizá debamos sentarnos a esperar que, como en Inglaterra, el modelo estalle.
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