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domingo,
10 de
abril de
2005 |
Interiores: Humasnos
Jorge Besso
Nuestras comparaciones con los animales son incesantes y por lo que parece de toda la vida. En ellas somos mejores o peores según lo que se ponga en juego en la comparación. Tantísimas veces nos servimos de nuestros hermanos biológicos para metaforizar conductas o actitudes humanas, con lo que tenemos un vecino que es una rata, o situaciones que encaramos a cara de perro, además de incontables humanos que ladran. Hay humanos que son cucarachas y en este caso particular no reciben ese calificativo por las virtudes biológicas de estos bichos tan veloces y tan resistentes. Posiblemente las cucarachas tengan el honor de representar lo peor de lo humano por su capacidad de mantenerse siempre tan limpias y relucientes en medio de la mugre, pero además es posible que lo que se ponga en juego es nuestro deseo semi consciente de aplastar a los que consideramos cucarachas y así sentir el escozor que nos impregna el crujido tan especial que producen los ejemplares de esa especie inmortal.
Gatos y gatas tienen un lugar considerable en el almacén de las metáforas humanas para calificar y clasificar a algunos de sus congéneres, desde el clásico "pela gatos", que denunciaría la pobreza del catalogado, hasta los gatos y gatitas, que vendrían a ser, femeninas, felinas y atractivas, en el extremo positivo del paralelo, o bien serían profesionales del sexo con tarifas superiores a las que tienen que luchar en la calle.
Los ratones, a su turno, tienen un lugar bastante especial entre nosotros. Se trata de un animal con mala prensa entre los humanos, capaz de hacer estallar las emociones más incontrolables de la gente, que van desde el miedo al asco, lo que viene a mostrar el parentesco de esos dos sentimientos. Pero con la capacidad de poner en jaque a la pareja con la clásica escena de la mujer subida a la mesa, para contener apenas la fantasía del ratón o ratoncito que en la realidad psíquica ya se la está trepando, y el masculino en tierra haciendo lo que puede para eliminar bicho especialmente escurridizo, y a la vez disimulando su propio miedo o asco. Es que los ratones, con toda probabilidad, son lo más estrechamente vinculados con las fantasías humanas, al punto que representan la actividad fantaseadora misma: es lo que se conoce con la curiosa expresión hacerse los ratones, para explicar y graficar que alguien, sea del sexo que sea, tanto hetero como homo, avanza mentalmente hacia el otro a una mayor velocidad que en la tierra, en un paralelismo muy sugerente entre la velocidad de las fantasías y la velocidad de los ratones, capaces de mantenerse activas o activos en cualquier rincón de la casa, o bien del alma. Todo esto sin olvidar que es uno de los bichos preferidos de los investigadores biológicos o psicológicos, lo que le da todo un lugar a la hipótesis humana de una naturaleza del alma compartida con las ratas y ratones.
Por el contrario, tenemos un pariente biológico que es lo opuesto a la velocidad de los ratones, y que en el fondo tiene aun menos prestigio: es el turno de los burros o asnos, con una particularidad ligeramente diferente en el caso de las mulas, que viene a aportar un rasgo distintivo, esto es la terquedad y en muchas ocasiones con mezcla de enojo, sobre todo en el caso de los enojos infantiles, muy frecuentes especialmente en la versión supuestamente adulta de los humanos.
Pocas cosas son tan terribles como la demostración de la falta de inteligencia, temor casi ancestral de los humanos, muchas veces ilustrado con la imagen de un niño en el rincón del aula con un bonete en la cabeza en el que se lee nítidamente: burro. En la medida que en cada hombre habita el niño que un día fue, y sin olvidar, como se afirma, que a todos en algún punto nos habita el enano fascista, también llevamos por dentro el asno que nos empeñamos en disimular buena parte de nuestra vida. Es verdad que el asno tiene chapa de burro y que en cambio el humano tiene fama de inteligente, pero también es cierto que la sencillez del asno tal vez se confunda con la falta de inteligencia, del mismo modo que la complejidad humana muchas veces se la toma por inteligencia, con lo que tal vez sea sabio asumir el burro que todos portamos, ya que, por otra parte, sin él no podríamos cargar con todo lo que cargamos.
Finalmente, puestos a asumir, no habría que deducir que por el hecho de poseer inteligencia, y en muchos aspectos una inteligencia hiperdesarrollada, no por eso somos una especie verdaderamente inteligente. O tal vez habría que distinguir y comparar entre una inteligencia de la especie y una inteligencia individual, es decir la inteligencia de cada uno de los especímenes que habitamos la especie humana. Tal vez lo que surja de dicha distinción y comparación es que tanto al nivel de la especie, como al nivel de los especímenes, hay más inteligencia aplicadas a las cosas que a sí mismos. Los ejemplos son más bien innumerables. Por tomar uno cercano en el tiempo, aunque no en el espacio (para no insistir en el mito negativo de que somos los peores del planeta): terminada la última Semana Santa en España, se hace como es habitual un balance de las previsiones de cuántos humanos iban a morir a consecuencia de las oleadas turísticas, y de cuántos efectivamente murieron. Con cierta satisfacción se comprobó que el número de víctimas fue aproximadamente el que previeron las estadísticas. Todo muy racional. Sin embargo no hay datos estadísticos de cuántos fueron los que leyeron el número previsto de accidentes mortales sin poder saber que iban a entrar en la estadística, y que por tanto en la Semana Santa tan esperada, en realidad les esperaba la muerte. Por eso de que siempre el que se muere es el otro. Es la imprevisión básica del humano y tal vez por eso hombre prevenido vale por dos como sentencia el refrán. Y también porque las estadísticas inventadas por los humanos son sin sujeto. Y menos aún son previsiones y proyecciones referidas a sujetos de carne y hueso. Es decir más de humasnos, que de humanos.
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