| domingo, 03 de abril de 2005 | "Karol Wojtyla me salvó la vida en 1945" Una mujer judía revela cómo fue socorrida por el Papa al final del Holocausto “Me acuerdo perfectamente. Me encontraba allí, era una niña de 13 años, sola, enferma, débil. Había pasado tres años en un campo de concentración alemán, a punto de morir. Y Karol Wojtyla me salvó la vida, como un ángel, como un sueño venido del cielo: me dio de beber y de comer y después me llevó en sus espaldas unos cuatro kilómetros, en la nieve, antes de tomar el tren hacia la salvación”.
Edith Zirer narra el episodio como si hubiera sucedido ayer. Era una fría mañana de primeros de febrero de 1945. La pequeña judía, que todavía no era consciente de ser el único miembro de su familia que sobrevivió a la masacre nazi, se dejó llevar en los brazos de un sacerdote de 25 años, alto, fuerte, que sin pedirle nada, simplemente le dio un rayo de esperanza.
Hoy aquel sacerdote, según ella, es el obispo de Roma. Edith querría agradecer finalmente aquel gesto. “Sólo un pequeño gracias en polaco por aquello que hizo, por la manera en que lo hizo, para decirle que nunca me olvidé de él”, dice desde su hermosa casa ubicada en las colinas del Carmelo, en la periferia de Haifa.
Edith tiene 66 años y dos hijos. Reconstruyó su vida en Israel, donde llegó en 1951, cuando todavía padecía las lacras de la tuberculosis y los fantasmas de la guerra alteraban sus sueños. Durante todo este tiempo se ha guardado esta historia. Cuando en 1978, Karol Wojtyla subió a la cátedra de Pedro, comenzó a sentir la necesidad de hablar, de contarlo a alguien, de mostrar su agradecimiento. La pregunta surge inmediatamente: pero, ¿cómo puede estar segura de que aquel sacerdote es el Papa? ¿Por qué ha esperado tanto?
Estos interrogantes se los han planteado también los periodistas de “Kolbo”, el semanario de Haifa que publicó un artículo sobre este asunto. “El relato es convincente. No trata de hacerse publicidad, todos los detalles que ofrece parecen creíbles”, coinciden los periodistas.
La narración habla por sí misma. “El 28 de enero de 1945 los soldados rusos liberaron el campo de concentración de Hassak, donde había estado encerrada durante casi tres años trabajando en una fábrica de municiones —explica Edith, quien entonces tenía trece años—. Me sentía confundida, estaba postrada por la enfermedad. Dos días después, llegué a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia”. Precisamente en Cracovia, Wojtyla acababa de ser ordenado sacerdote.
“Estaba convencida de llegar al final de mi viaje. Me eché por tierra, en un rincón de una gran sala donde se reunían decenas de prófugos que en su mayoría todavía vestían los uniformes con los números de los campos de concentración. Entonces Wojtyla me vio. Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que había podido probar en las últimas semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con pan negro polaco, divino. Pero yo no quería comer, estaba demasiado cansada. El me obligó. Después me dijo que tenía que caminar para tomar el tren. Lo intenté, pero me caí al suelo. Entonces, me tomó en sus brazos, y me llevó durante mucho tiempo. Mientras tanto la nieve seguía cayendo. Recuerdo su chaqueta marrón, la voz tranquila que me reveló la muerte de sus padres, de su hermano, la soledad en que se encontraba, y la necesidad de no dejarse llevar por el dolor y de combatir para vivir. Su nombre se grabó indeleblemente en mi memoria”.
Cuando finalmente llegaron hasta el convoy destinado a llevar a los detenidos hacia Occidente, Edith se encontró con una familia judía que le puso en guardia: “Atenta, los curas tratan de convertir a los niños hebreos”. Ella tuvo miedo y se escondió. “Sólo después comprendí que lo único que quería era ayudarme. Y quisiera decírselo personalmente”.
Edith Zirer, casada hoy y con dos hijos, que vive en Haifa, en una colina del Monte Carmelo, quiso estar con el Papa (59 años después de lo ocurrido) en su histórico viaje a Tierra Santa para darle personalmente las gracias justamente en el Memorial del Holocausto Yad Vashem. Fue un día inolvidable para ella y para toda la población judía, así como una lección universal de humanidad.
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