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 domingo, 03 de abril de 2005  
Lecturas: El silencio
Pecados capitales

Osvaldo Aguirre / La Capital

En septiembre de 1979, ante una inspección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh), la Armada desalojó el centro clandestino que tenía montado en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma) y trasladó a los detenidos a una isla del Tigre llamada El Silencio. Allí permanecieron un mes, mientras los militares disfrazaban su campo de exterminio, la prensa hostigaba a los visitantes y la revista Para Ti publicaba un reportaje a la madre de un desaparecido que había sido urdido en el interior de la Esma. Un episodio quizá lateral en la historia de la represión durante los años de la dictadura se convierte, en este libro de Horacio Verbitsky, en un poderoso foco para iluminar uno de los aspectos todavía inexplorados del pasado reciente: las relaciones de la Iglesia Católica argentina con el terrorismo de Estado.

La isla El Silencio fue comprada poco antes de la visita de la Cidh por un grupo de tareas de la Esma. La operación, para la cual se utilizó el documento de un detenido en el campo de concentración, tuvo como vendedor a monseñor Emilio Grasselli, secretario del cardenal Antonio Caggiano y un hombre clave en la instrumentación de las perversas maniobras de engaño que concibió la dictadura para desalentar y confundir a quienes buscaban a familiares desaparecidos.

Según Verbitsky, la isla pertenecía en los papeles al administrador de la Curia de Buenos Aires, Antonio Arbelaiz, pero se sobreentendía que se trataba de una propiedad de la iglesia. Testimonios de lugareños dan cuenta por ejemplo de asiduas visitas al lugar del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos Aramburu.

Al mismo tiempo emerge otra historia donde se enlazan representantes de la Iglesia y represores. Aquí comienza a perfilarse la figura del arzobispo Jorge Bergoglio, quien en los años de la dictadura era provincial jesuita y en ese carácter superior de dos sacerdotes que fueron secuestrados por la patota de la Esma, Orlando Yorio y Francisco Jálics.

Para examinar el papel de Bergoglio, se incluyen entrevistas a Yorio (falleció en 2000, pero un año antes habló con Verbitsky), Angélica Sosa de Mignone, Alicia Oliveira, un laico y un sacerdote de la Compañía de Jesús no identificados y el propio arzobispo de Buenos Aires. También se reproducen facsímiles de dos notas, una de las cuales recoge comentarios de un funcionario de la dictadura que dejan mal parado a Bergoglio.

Las dudas en torno a la actuación de Bergoglio ya fueron planteadas por Emilio Mignone en su libro "Iglesia y dictadura". Verbitsky agrega la palabra de Yorio, quien estaba convencido no sólo de que Bergoglio no hizo nada por su liberación sino que precisamente fue quien lo entregó a los militares e incluso pudo haber presenciado alguno de los interrogatorios a que lo sometieron los torturadores.

Esa historia es el centro de una complicada trama que Verbitsky desmonta paso a paso, reuniendo distintas fuentes. Para eso cuenta con testimonios de sobrevivientes, expedientes judiciales, las comunicaciones donde la embajada norteamericana informó al Departamento de Estado, en Washington, sobre el experimento de "reeducación" que se llevaba a cabo en la Esma, con conocimiento de altas autoridades de la Iglesia, y los testimonios obtenidos en los recientes juicios de la verdad desarrollados en La Plata.

Las vinculaciones de la Iglesia con la dictadura cobran relieve a través de la actuación de Grasselli y del nuncio apostólico Pío Laghi. El secretario de Caggiano confeccionó más de 3500 fichas con datos de los desaparecidos, que según se presume obtuvo de los represores. En la parroquia Stella Maris, de Buenos Aires, recibía a familiares de víctimas de la represión. Los engaños y eufemismos espeluznantes a los que recurría, su manipulación de las esperanzas y los temores de las personas que confiaron en él, están documentados hasta el hartazgo. Esta actividad, dice Verbitsky, abre el interrogante acerca de la documentación que guardaría la Iglesia Católica sobre los casos en que intervino durante la represión.

Otro aspecto que analiza el libro es el de la formación ideológica de los represores, en el que la cúpula de la Iglesia Católica tuvo una importante incidencia. La doctrina de la guerra contrarrevolucionaria y la técnica de la tortura llegaron a la Argentina a fines de los años 50 con una organización católica francesa que fue recibida por el cardenal Caggiano. Allí se acuñó el concepto de subversión, que todavía permanece en el lenguaje. El vicariato castrense tuvo más tarde un rol decisivo en la propagación de esas ideas. "El papel principal de los capellanes -escribió Mignone- consistió en adormecer y deformar la conciencia de los represores".

El papel de la Iglesia Católica en la creación del consenso y de las ideas que favorecieron el golpe de 1976, su apoyo a la dictadura militar, su oposición o al menos indiferencia a las redes de solidaridad creadas por las víctimas y su rechazo a la revisión del pasado reciente son temas todavía poco investigados. "El Silencio" supone una contribución importante para esa discusión pendiente.
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El cardenal Jorge Bergoglio.

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