Año CXXXVII Nº 48700
La Ciudad
Política
Información Gral
Opinión
El Mundo
La Región
Policiales
Cartas de lectores


suplementos
Ovación
Escenario
Economía
Señales
Turismo
Mujer


suplementos
ediciones anteriores
Salud 23/03
Autos 23/03
Turismo 20/03
Mujer 20/03
Economía 20/03
Señales 20/03
Educación 19/03

contacto
servicios
Institucional

 domingo, 27 de marzo de 2005  
[Punto de fuga]
La ciudad y el mar

Vivo en una ciudad junto al mar.

El mar es un desurbanizador de ciudades, su presencia se estira y derrama por encima de nuestras cabezas, se inscribe en el aire en generosa siembra de moléculas que van impregnando todo, ondulando los espíritus, suavizando la rigidez de los contornos.

La universidad donde estudio está a pocas calles del mar; los días de humedad, aunque haga frío, se percibe en el patio un olor salitroso y revuelto. Salgo de la universidad, doblo en la Avenida Marina y bajo por una de las escaleritas. Ya estoy en la playa, me siento en un banco de piedra retorcido, muy Gaudí -como tantas cosas en esta ciudad-, dejo los libros en la arena y así, de cara al mar, me quedo mirando las olas, su carne blanca como el vientre de los cactus, oyendo cómo se agita el sonajero de caracoles y pensando que es el cumpleaños de un amigo, que todavía le quedan unos días al invierno y que, necesariamente, alguna gota del Paraná tiene que haber viajado hasta acá, así como también ha de haber alguna gota del Mediterráneo en el río marrón. Sin darme cuenta, la noche me cae encima como un sapo redondo y absoluto. He decidido volver a casa caminando por la orilla.

Recuerdo. Hace años, estando en España por primera vez, conocí a mi amiga Soledad. El tiempo libre que nos dejaban los estudios íbamos de ciudad en ciudad visitando museos, catedrales, ruinas romanas. Un fin de semana más cálido de lo habitual para esas fechas fuimos a Torrevieja, un pueblito de la costa alicantina. El mar estaba helado pero igual nos metimos -el frío del agua avanzando por una mitad del cuerpo, el calor del sol penetrando por la otra y adentro, un choque fulgurante. Entonces descubrimos que hacía días que nos estaban sobrando las catedrales, las ruinas y todo monumento antiguo o moderno. Pataleando panza arriba, Soledad se acordaba de aquellos versos de Borges y los recitaba: "Antes que el sueño (o el terror) tejiera mitologías y cosmogonías, antes que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era". Ni una sola huella de civilización nos había conmovido más.

"Quien lo mira lo ve por vez primera, siempre".

El Mediterráneo, este Mare Nostrum Internum de los antiguos romanos, es, comparado con el Atlántico, un lago sereno y dócil. Las olas son tan suaves que espantan a los surfistas (todavía me pregunto por qué le llaman Costa Brava a una parte de la costa catalana). Pero a este mar lo que le falta por naturaleza se lo ha dado la fantasía, que lo ha hecho escenario de fabulosas epopeyas, territorio de monstruos y dioses, laberinto por donde aguerridos Ulises se orientan hacia su deseo, hacia su destino. Y la historia, claro, ubicado como está en el centro de toda aventura entre Oriente y Occidente.

Hoy ha amanecido nublado y frío. Aparto la cortina, miro por el ventanal que da al patio: está nevando. Me pongo el abrigo, salgo a la calle y tomo un taxi hasta el mar.

La playa está blanca. Por unos minutos dejaré de pensar en que estos bellos fenómenos raros son síntomas de un planeta al que hemos enfermado. Por unos minutos me quedaré bajo el paraguas mirando los copos que caen en el mar y se disuelven -agua en el agua- "con el asombro que las cosas elementales dejan".
enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo


  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados