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 domingo, 20 de marzo de 2005  
Nota de tapa: Obras de la memoria
Argentina en el espejo: La sociedad y el pasado reciente
Un nuevo aniversario del golpe de 1976 pone de relieve cuestiones pendientes de discusión: como fue posible el consenso con el que la dictadura militar arrasó el país

Rubén Chababo (*)

Quisiera comenzar formulando una pregunta que me permita pensar el presente, una pregunta que me permita articular la reflexión en torno a los argentinos y nuestra historia contemporánea: ¿qué significaba ser argentino a comienzos del siglo XX? La respuesta a este interrogante acerca de una definición de lo nacional acaso se podría resolver diciendo: ser argentino en las primeras décadas del siglo pasado significaba reunir tres valores esenciales: derecho a la educación pública, derecho al trabajo y ciudadanía.

Tres conceptos que a lo largo de muchas décadas nos sirvieron a los argentinos para distinguirnos del resto del mundo y que a la vez nos permitieron situarnos en un lugar destacado en el contexto de las naciones latinoamericanas. Nosotros, los argentinos, los que fuimos forjados por ese sueño migracional que transformó definitivamente el paisaje de este país, conocimos una Argentina que podía condensarse en esos tres valores. La idea de ciudadanía, el derecho al trabajo y la educación ocupaban un sitial casi incuestionable en nuestra realidad y en nuestro imaginario colectivo. Y éramos conscientes de ello, de que pertenecíamos a un país que había logrado transformar en tan poco tiempo su paisaje, convirtiéndolo en puerto y refugio para millones de hambrientos del mundo entero que habían visualizado a estas tierras del sur americano como territorio de promesa. Y éramos también conscientes de ser además una nación poseedora de uno de los campos culturales más interesantes y dinámicos de América latina. Eso era la Argentina de la primera mitad del siglo pasado, un país que se ofrecía con un repertorio de construcciones en el campo social y económico con una originalidad difícil de encontrar en muchas otras naciones.

¿Qué nos sucedió, qué fue lo que hizo posible que esa estructura de valores y conquistas sociales, culturales, económicas y políticas comenzara a desmoronarse frente a nuestros ojos?

Yo sé que las respuestas a esta pregunta pueden ser muchas, que existen diferentes caminos que permiten abordar el relato del drama de nuestra estrepitosa caída. Sin embargo, creo que existe una fecha clave en nuestro calendario histórico que no puede ser obviada a la hora de emprender los análisis y que marca de manera irrefutable un antes y un después a partir de lo cual nuestro país dejó de ser aquello que era o soñaba ser. Esa fecha, todos lo sabemos, es marzo de 1976.






Derrumbe civilizatorio
Hace ya más de cuarenta años Hanna Arendt mirando el paisaje de posguerra europea trataba de entender qué era aquello que le había sucedido a Alemania, una de las naciones más cultas de Europa, cuna de la filosofía contemporánea, patria de la Escuela de Franckfurt y los hermanos Mann. Mirando las ruinas de lo que otrora fuera una cuna cultural y civilizatoria, Arendt acuñó un concepto que cuadra tan exactamente con nosotros, los argentinos. Ella dijo: "lo que nos ocurrió a Alemania y los alemanes no fue un accidente de la historia, no fue meramente la derrota de una guerra, sino algo más esencial y desmedido, y ese algo se llama: derrumbe civilizatorio". Y Günter Grass, años más tarde, ratificaría esa visión y diría: "después de haber tolerado el exterminio nunca más volveremos, nosotros los alemanes, a ser aquellos que éramos, algo irrecuperable se ha instalado en nosotros, algo se ha dañado para siempre en la columna vertebral de nuestra historia".

Vuelvo entonces a detenerme en este lado del mapa, en esta orilla del mundo, en la fecha precisa de marzo de 1976 y me digo: si logramos acordar que más allá de fracasos y errores la sociedad argentina había acumulado hasta mediados de los años 70 un repertorio nada despreciable de valores y principios, que una idea de cultura y ciudadanía existía o era sentida como patrimonio tácito en nuestro inconsciente colectivo, podremos entender entonces por qué lo que sucedió a partir de aquella fecha puede ser calificado, homologando la lectura de Hanna Arendt, como un derrumbe civilizatorio.

La última dictadura militar tuvo la enorme capacidad de modificar de manera catastrófica una forma en la que los argentinos entendíamos la sociedad. Es que el país que se venía forjando, el país que había abierto sus puertas para que millones de huidos del mundo entero encontraran como lo declamaba Alberto Gerchunoff su Tierra Prometida, cambió de la noche a la mañana su paisaje, y allí donde la máquina imaginativa se había abocado a la construcción de escuelas o fábricas, comenzó a erigir presidios y campos de exterminio. Allí comenzó nuestro derrumbe. Y lo que quiero significar o destacar es la idea de que una vez que un Estado, sea cual fuere ese Estado, tolera, crea o impulsa la existencia de un solo campo de concentración en su territorio, cuando una comunidad humana acepta que la tortura o la desaparición física de personas comience a coexistir dentro de su universo social y jurídico, nada vuelve a ser lo mismo. Algo se quiebra irremediablemente en su espina dorsal y eso se llama derrumbe civilizatorio.

De eso venimos los argentinos, de un derrumbe que nos obliga a cargar, a pesar de no ser plenamente conscientes de ello, con el peso que en nuestra conciencia ocupa no solo el hecho de haber coexistido con el mal absoluto, sino también con la atroz evidencia de no haber sido capaces de evitar que aquello aconteciera. Y si señalo esto es porque ese derrumbe, esa caída brutal de nuestros valores y principios que marca el impulso más fuerte de nuestra caída, no fue una tarea aislada de un grupo de alucinados que tomó por asalto el poder, sino una tarea conjunta, colectiva, a la que aportaron su imaginación, su ingenio y su estímulo tantos sectores diferentes de nuestra sociedad.

Si la última dictadura hubiera sido producto exclusivo de la ingeniería de los cuarteles podríamos hoy estar absolutamente tranquilos con nuestra moral y nuestra conciencia. Sin embargo se trató, como bien lo señaló alguna vez para el caso alemán Hans Magnus Erzensberger, de una compleja red de colaboración que aún resta por describir y narrar en su más absoluta totalidad.

¿Qué tiene que ver esto con nuestro presente? Mucho y acaso demasiado. Porque cuando se insiste en decir que ninguna sociedad puede construir un presente o elaborar la idea de futuro sin mirar su pasado, se está diciendo que toda sociedad no sólo tiene el deber de leer atentamente las lecciones legadas por la historia entendiendo a la historia como un conjunto de saberes y aprendizajes, sino que además debe saber hacerse cargo de aquello que fue capaz de tolerar. El autoritarismo, el desprecio por las instituciones básicas de la República, el avasallamiento de las libertades y garantías constitucionales son parte del repertorio que nuestra sociedad aceptó en su gran mayoría, vulnerar.

En algún sentido, la última dictadura puso a prueba a la sociedad argentina, a sus instituciones, a sus dirigentes, a sus tradiciones, y hay que admitir que muy pocos pasaron la prueba.

Es sabido que el tema de la responsabilidad en el pasado reciente, se ha prestado a diversos usos, y uno de esos usos, el más peligroso, tiende a decir o a proclamar que todos somos culpables, o lo que es lo mismo, que no hay responsables. Y es claro que una igualación de esa naturaleza debería ser entendida como una invitación a la amnesia. Y eso sería injusto. Por eso sugiero pensar en los términos de culpabilidad social que propuso alguna vez el filósofo Karl Jaspers, diferenciando tres tipos diferentes de culpabilidad: la criminal, la política y la moral. La primera le cabría casi exclusivamente a los que detentaron el poder por la fuerza, las dos últimas, la política y moral, a la sociedad civil que no supo evitar o más trágicamente, que colaboró para que ocurriera aquello que después enjuició como tarea cometida por otros. Yo no estuve, yo no sabía, yo no podía creer, son las excusas más frecuentes que suelen expresar los habitantes de sociedades post-genocidas una vez que el horror ha pasado, y no faltaron estas excusas tampoco en el caso argentino. Hay que reconocer que ellas, al ser enunciadas, no hacen más que encubrir una oscura voluntad de aceptación y acuerdo con el autoritarismo y un tácito desprecio o sospecha por los valores democráticos.




Hasta nuestros días
Nada del pasado ha del todo finalizado. Las sociedades que han sido partícipes de proyectos autoritarios no pasan de la noche al día a abrazar los ideales de la república. Nuestra certeza presente entonces, debería ser nuestro reconocimiento de que estamos manchados. Nuestro lenguaje, nuestro cuerpo, aunque no lo percibamos claramente, han quedado atrapados en esa trampa de miedo y violencia que el Estado impulsó un día, y el efecto de esa máquina de violencia llega hasta nuestros días y nos arrastra con ella en muchos de nuestros actos cotidianos.

¿Cómo hacer para transmitir con más claridad esta idea? ¿Cómo explicar que todo aquello que los argentinos nos impongamos hacer debería tener siempre el horizonte del recuerdo de esa caída civilizatoria como referencia incuestionable? Pienso en el sistema educativo, pienso en la justicia, pienso en el sindicalismo, pienso en el campo intelectual y en el campo político. Porque todos ellos, en mayor o en menos medida, son espacios atravesados por la sombra de ese derrumbe y por más aggiornamiento que se le haya querido imponer a esas instituciones, siguen estando, en esencia, marcadas por los efectos devastadores de haber colaborado para que esa caída tuviera lugar.

No hablo de un accidente, no hablo de una circunstancia más que nos pasó a los argentinos, sino de la clara elección de haber aceptado sumisamente un estado de situación aberrante, hablo de millones de personas que alguna vez optaron por mirar hacia otro lado mientras sus semejantes padecían persecución o tortura. Ese solo gesto de haber consentido alguna vez la injusticia de la barbarie nos dice y nos advierte que la barbarie de algún modo es parte de nosotros mismos. De algún modo, allí está la matriz de nuestros dilemas actuales, en esa actitud pasiva frente al régimen dictatorial que caracterizó a gran parte de la sociedad está la razón de buena parte de nuestros fracasos presentes.

Las plazas multitudinarias apoyando una guerra absurda, la alegría infantil con que se saludaba a los dictadores desde las pantallas televisivas, la beatitud con que la estructura religiosa bendecía la ignominia, la indiferencia extrema con que se aceptaba convivir con lo monstruoso cotidiano. Todo ello habla de nosotros, de las elecciones morales por las que esta sociedad optó en algún momento de su historia reciente. En algún momento de nuestro pasado gran parte del pueblo argentino dijo sí cuando la ética dictaba otra opción. De las consecuencias de esa afirmación debemos poder hacernos cargo.

Nada de lo que digo exime de pensar en los mismos términos en lo ocurrido en la década del noventa, años en que también existió consenso público para la destrucción sistemática de las instituciones del estado. El universo menemista fue hijo dilecto de las enseñanzas y legados de la última dictadura. Y ese universo fue construido, en democracia, por las urnas, con la voluntad y el entusiasmo desmedido de una parte importante de la sociedad civil.


Sombras sobre el presente
En un preciso ensayo sobre nuestra historia reciente, afirma Cristian Ferrer, que en nuestro modo de borrar o de traer a la memoria el pasado se evidencia el hecho de que somos el resultado de las acciones de las generaciones precedentes, y que cuanto más nos empeñemos en dejar atrás la memoria de la dictadura, cuanto más la olvidemos negándola como horizonte de nuestra historia, más intimaremos con ella. Porque su sombra se despliega en nuestra actualidad de manera perpetua y si la negamos, las generaciones futuras habrán de pagar el empeño de nuestro olvido porque esos muertos allí abandonados seguirán compartiendo nuestras vidas por mucho tiempo. Dice también el autor que cuanto más enfáticamente los neguemos como desaparecidos, cuanto más pensemos que se trata de un tiempo olvidable, más nos esperarán en el futuro como espectros.

Creo sí entonces que en esta Argentina del siglo XXI hay opciones variadas y diversas para construir el futuro, y puede y debe haber múltiples miradas acerca de las formas de enfrentar los desafíos del presente. Eso es la democracia. Pero no me cabe duda que cualquier opción que se elija, en cualquiera de las instancias de que hablemos, deberá apelar, si se pretende éticamente justa, a la memoria de ese tiempo tan cercano a nuestra historia en el que los valores morales y éticos fueron puestos a prueba y en el que esa prueba dio como resultado el fracaso.

Todo lo que soñemos hoy, todo lo que imaginemos hoy no puede eludir aquel horizonte. Hacerlo implicaría apostar por un olvido que tarde o temprano volverá con el peso de su reclamo sobre nosotros. Toda construcción política para el mañana deberá asentarse en la conciencia de que venimos de un pasado impuro, que no es absolutamente cierta nuestro fidelidad a la democracia, que la tentación del autoritarismo no nos es ajena, que fácilmente caemos en la seducción desplegada por los discursos altisonantes, que muchas veces el otro, nuestro semejante, no nos importa tanto como declamamos y que podemos festejar infantilmente el exilio de la Justicia. Toda construcción política que se proponga cualquier fuerza política del signo que sea, deberá recordar en primer lugar que alguna vez fuimos una nación poseedora de valores supremos y que alguna vez también permitimos que esos valores fueran destrozados frente a nuestros ojos.

La idea de responsabilidad civil no está despegada de la idea de memoria. Soy responsable en cuanto tengo memoria de aquello que he hecho y en la medida también en que soy consciente de que la custodia de los valores esenciales de la condición humana implica una tarea constante y perpetua que no permite nunca la posibilidad del descanso. Pero si olvidamos que nuestro presente está sostenido sobre una arqueología fúnebre, si negamos la existencia de esos espectros habitando a nuestro lado y no reconocemos que esta pobreza que nos atraviesa fue construida también con nuestras propias manos y nuestro consentimiento, ningún palacio futuro cobijará con dignidad nuestros cuerpos ni ninguna promesa nos salvará de un nuevo derrumbe.

Walter Benjamin decía que es un deber del historiador aprender a pasarle el cepillo a contrapelo a la historia, que esa es la tarea fundamental del intelectual, del crítico, para rescatar, no el futuro de las generaciones venideras, sino el pasado olvidado de las generaciones que fueron pisoteadas por los vencedores en la historia. Esa tarea, esa ardua y luminosa tarea, es la que nos exige este presente. Pasarle el cepillo a contrapelo a la historia podrá acaso hacernos sentir más justos, más sinceros con nuestro pasado.

La memoria no es simplemente una tarea reconstructiva, es mucho más que un repertorio mudo de recuerdos, es la conciencia de lo que fuimos y también, pero fundamentalmente, el espejo más diáfano sobre cuya superficie mejor nos podemos ver. Depende de nosotros, sólo de nosotros, si a la hora de construir futuro elegimos aprender de la imagen nuestra que en él se proyecta o si optamos en cambio por cerrar los ojos y transitar ciegos por el borde de un nuevo abismo cuya profundidad ya todos conocemos.

Las generaciones futuras ya están observando atentamente cada uno de nuestros pasos.

(*) Rubén A. Chababo es director del Museo de la Memoria de Rosario.
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Una imagen del centro clandestino de detención que funcionó en la ex Jefatura.

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