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 domingo, 20 de febrero de 2005  
Interiores: Exilios

Jorge Besso

Tal vez el primer exilio comience con el nacimiento. Esto si tenemos en cuenta el primer sentido que da la Real Academia Española cuando abre la palabra exilio apuntando directamente a su esencia: "Separación de una persona de la tierra en que vive". El segundo sentido es expatriación con la debida aclaración de que es por motivos políticos. El tercero se refiere al efecto de estar exiliada una persona, sin detenerse, como en el caso anterior, en la causa. El último, al menos el último sentido oficial de la palabra exilio se refiere al lugar en que vive el exiliado.

Ese primer exiliado que es el recién nacido sigue naciendo, día a día, envuelto por la madre que le presta su mundo a quien todavía no lo tiene. Más tarde deberá desprenderse de la madre para poder desenvolverse, para poder tener un mundo que pueda habitar en la vida, cosa siempre difícil, y trazar sus huellas en medio de tantas que lo precedieron. Regis Debray, de quien recordamos sus pasos por Sudamérica en el mundo de los setenta (pasos que iban tras las huellas del Che y las de la Revolución) hace una afirmación muy interesante en la revista Babelia (la cultural del diario El País de Madrid).

El filósofo francés, por lo que se ve, se encuentra de lleno metido en una polémica entre la literatura y la ciencia, debate que al mismo tiempo habla de la razón humana y su comprensión de la sociedad y del individuo. Es en ese contexto que Debray hace una distinción muy clara entre la inteligencia humana y la capacidad de cálculo de la robótica al afirmar que las llamadas máquinas inteligentes carecen de infancia y no saben que van a morir. Es más que interesante situar en esos puntos la diferencia entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial, es decir que en todo caso aquella inteligencia va más allá (o puede ir) que la capacidad de calcular, formular y resolver problemas.

Así las cosas, el segundo exilio sería la salida de la infancia con la particularidad propia de todo exilio de que el exiliado nunca se va del todo de la primera tierra. Por lo demás, a diferencia de las máquinas cada vez más inteligentes, nosotros los humanos desde muy temprano sabemos que vamos a morir, pero no nos damos cuenta hasta muy tarde, con toda probabilidad hasta el último instante. Hace tiempo, la tía de una paciente poco antes de morir, le decía a su sobrina que quería seguir viviendo. La sobrina le responde que así son las reglas del juego. A lo que la tía a su vez le suelta: "Si es una regla, entonces quiero la excepción".

Infancia y mortalidad caracterizan de una punta a la otra la existencia que transita entre estos dos extremos. En cierto modo son dos extremos de tiempo: el inaugural y el final entre los cuales transcurre el nuestro (con toda probabilidad) único turno. Sería perfectamente inútil cuantificar el turno de existir en días, horas o minutos. Por lo demás, perfectamente imprevisibles en una imposible hoja de ruta inicial donde el recién nacido recibiera una planilla (que no podría leer) y donde se le informara que si no se interrumpiera su turno por enfermedad fatal, accidente, tsunamis, asesinato, o lo que sea, dispondrá de alrededor de 30.000 días, más o menos, según las circunstancias y los cuidados y los descuidos con que viajemos en dicho turno. También según como nos cuiden y descuiden.

Tampoco disponemos de una tarjeta electrónica que insertada en alguna terminal (que debiera ser divina) nos diga en el monitor correspondiente el estado de la "carga", esto es, cuantos días nos quedan. En definitiva la vida parece ser una cuestión más cualitativa que cuantitativa, lo que se ha dado en llamar en una frase más bien gastada y remanida la denominada "calidad de vida". El problema de esta expresión es que la palabra calidad está muy asociada a la cantidad. Por ejemplo, de acuerdo a la cantidad de dinero de que se disponga se podrá jugar en primera, segunda o tercera, o ni siquiera se podrá jugar, y uno tendrá que limitarse a juntar los desechos de los que juegan, incluyendo los desechos de los pobres.

Ahora bien, si al menos cada uno puede viajar en su turno de existir, digamos en segunda o en tercera, procederá a una autoevaluación de cómo se está, o acaso cómo va la vida. Y esto por una razón, o mejor aún, por una constatación: de todas las especies vivientes, la humana es la más inestable.

Buena parte de nuestra vida se juega entre lo estable y lo inestable, entre lo nuevo y lo viejo, entre lo cierto y lo incierto, entre lo interno y lo externo en lo que tendrá de exilio toda vida a partir de la salida de la infancia. De exilio y de exilios, en tanto y en cuanto, y más allá de las distintas vicisitudes que tienen las diferentes vidas en los variados centros y rincones del planeta, en cierto sentido, la vida es una suma de exilios por etapas que se finalizan, emprendimientos que llegan a su fin, parejas que se desparejan y demás inicios y finales hasta llegar a la jubilación (si todo fue bien).

Ese tiempo y ese espacio donde más de una vez el jubilado es como un exiliado en su propia tierra y en su propia casa. Lo contrario del exilio es el arraigo. Un modo de pensar la vida es poder reflexionar sobre esa especie de alternancia y de lucha entre el exilio y el arraigo. De la elaboración de los exilios y de la capacidad de arraigo depende la verdadera calidad de vida, ya que de todos los exilios posibles el peor es el de sí mismo, pues en eso consiste la locura.

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