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 domingo, 20 de febrero de 2005  
Búsqueda de seguridad: El valor de la duda

En una época de aceleración y vértigo donde nuestras certezas se desvanecen a cada momento, buscamos casi desesperados, seguridades a las que aferrarnos y que nos permitan tomar decisiones rápidas que nos garanticen el éxito de opciones correctas. Hay algo en lo que no se vacila: queremos estar seguros. Pero cabe preguntarnos por qué lo deseamos y para qué nos sirve (y más todavía, si realmente podemos estarlo y respecto de qué).

En la historia de la filosofía Descartes instala la duda como un motor excepcional para la reflexión en la búsqueda de esa certeza indubitable que permita construir un sistema bien fundado. Hace de ella un método, aplicándola sistemáticamente, dudando de todo hasta encontrar la piedra angular que le permita organizar el conjunto de conocimientos sobre la sólida base de una verdad que no ofrezca el menor resquicio. Se diferencia del escepticismo que no pretende más que negar toda posibilidad de conocimiento, y formula el célebre cogito ergo sum (tantas veces traducido como "pienso, luego existo") donde el nexo entre los dos verbos expresa una consecuencia lógica y no una sucesión temporal.

El pensar, en el cual está incluido el dudar, constituye la certeza desde la que se construirá su pensamiento. Lo único seguro para Descartes es que él es "una cosa pensante". La duda ha sido definida como el estado de la conciencia frente a la verdad, en el cual no se puede decidir por una de las alternativas porque todas ellas (como mínimo dos) tienen el mismo valor. Por el contrario, la certeza representa un estado firme de esa conciencia que inclina su juicio hacia una opción, distinguiéndose de la evidencia que es una propiedad que pertenece al objeto.

Pasamos gran parte de nuestra vida buscando certezas: esos estados de ánimo que nos aseguren que aquello que creemos que es verdadero, efectivamente, lo sea. Muchas veces se juzga de modo peyorativo a las personas a las que se considera indecisas porque demoran más que otros en el momento de elegir. La vacilación también suele atribuirse como característica típicamente femenina y desventajosa, frente a la necesidad de acción expeditiva que en la actualidad se reclama en distintos ámbitos de la cotidianeidad. No obstante, conforme maduramos, vamos comprendiendo que hay muy pocas cosas de las que podamos estar absolutamente seguros.

Quizás la única certeza de la que gocemos sea la conciencia de la incertidumbre a la que estamos expuestos en este mundo. O como afirma Joaquín Sabina: "Tenemos memoria, tenemos amigos. Tenemos los trenes, la risa, los bares. Tenemos la duda y la fe; sumo y sigo..." Todos, en tanto mortales, tenemos una herida existencial: nuestra finitud. Nuestra vida tuvo comienzo y tendrá indefectiblemente una finalización. Ese límite universal se fusiona con el desconocimiento de nuestro origen y nuestro propósito, y genera una fisura en la esencia humana.

Pasamos mucho tiempo tratando de disimular esa grieta que se abre como una hendidura hacia la nada y nos coloca ante una sensación de incertidumbre: no saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Para solaparla ante nosotros mismos, evitamos aceptarla como constitutiva de nuestra vulnerabilidad buscando seguridades a las que sujetarnos. En consecuencia queremos tener todo planificado y ordenado para tomar eficientemente decisiones que nos conduzcan hacia el punto que nos fijamos como meta, sin distracciones en el trayecto.

Muchas veces interrogarse es visualizado como un obstáculo, una amenaza que nos impide lograr el objetivo en vez de interpretarlo como oportunidad para expandir nuestro proyecto vital. ¿Por qué considerar a la duda como algo negativo y que es preciso erradicar? La duda mueve a la reflexión. Estimula a no dar por sentado o por obvio lo que se nos aparece como tal. Genera preguntarse, elaborar argumentos, confrontar ejemplos y situaciones concretas que nos sirvan para buscar más allá de lo obvio. Puede ser apreciada como una señal positiva de nuestra capacidad racional. La duda nos auxilia en la posibilidad de pensar por nosotros mismos. Dudar en forma sistemática y metódica para llegar a la verdad puede ser entendida como signo de inteligencia y no de debilidad.

Tal vez en algún momento podamos volver a vernos como chicos y atrevernos a cuestionar algunas de nuestras seguridades, y acaso la recompensa sea el encuentro con las auténticas certezas. Quizás descubramos una buena vida, sin tanta preocupación por nuestros interrogantes y nuestras vacilaciones, o sin infructuosos intentos de asegurarnos sosteniéndonos a piedras movedizas.

Alicia Pintus. Filósofa y educadora.

www.philosopher.tk


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