| viernes, 18 de febrero de 2005 | Editorial La protesta salvaje El grave caso ocurrido anteayer en la Capital Federal, donde un grupo de piqueteros atacó con palos a un automovilista que intentó pasar con su vehículo a través de una manifestación, marca los extremos a que puede llegar la protesta social en un país que intenta con ahínco escapar de las garras de la crisis. Lo preocupante del hecho no es sólo el nivel de violencia exhibido -la víctima de la agresión viajaba junto a su familia-, sino la extendida permisividad del Estado ante las acciones de esta índole.
Los piquetes, según es bien conocido, surgen como legítima expresión de disconformidad de los sectores que comenzaron a sufrir la exclusión durante la funesta década del noventa. Su apogeo se produce durante el período de decadencia del gobierno delarruista y, fundamentalmente, a lo largo del trágico momento en que el desastre económico se transformó en caos político. En esa época, y este aspecto resulta clave, una amplia mayoría de la sociedad consentía e incluso compartía la implementación de tales métodos -que obviamente perjudican al conjunto de la ciudadanía- dado lo agudo y extenso de la crisis, con su cruel reflejo de desocupación, desamparo y hambre.
El presente, por fortuna, se diferencia nítidamente de aquel difícil pasado. Pese a que aún son demasiado amplias las brechas entre quienes más y menos tienen, y a que la deuda a pagar con la sociedad sigue figurando en cifras rojas, la recuperación económica es una realidad que ya nadie se atreve a cuestionar. En el mapa de las protestas sociales debe verse -tal vez, paradójicamente- como un fenómeno saludable el que los piquetes hayan comenzado a ser reemplazados por las huelgas, a partir de la demanda de recomposición salarial por parte de quienes sufrieron un fuerte deterioro de su poder adquisitivo.
La violenta agresión protagonizada la antevíspera por vándalos que se ocultan detrás de supuestas consignas políticas debería ser sancionada con la severidad que corresponde. La brutal e intempestiva reacción del grupo de encapuchados que acompañaba la marcha
-la denominada "columna de seguridad"- pudo tener consecuencias mucho más graves: el conductor estaba acompañado por su esposa y sus tres pequeños hijos, uno de los cuales -un bebé de cinco meses- sufrió un corte en un pie. No existe ninguna reivindicación, por justa que sea, que justifique esta clase de comportamiento. Acaso haya llegado la hora de poner el límite que la gran mayoría de la sociedad reclama. enviar nota por e-mail | | |