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 sábado, 20 de noviembre de 2004  
Si La Capital lo dice

Oscar Lamberto (*)

El hombre había sido fuerte en el sur de la provincia, jefe político del departamento Rosario en la década del treinta, y político de raza.

Se había mantenido vendiendo los bienes heredados de una familia de apellido y riqueza, pero tantos golpes y proscripciones y una larga vida política habían agotado su patrimonio, de manera que había puesto sus esperanzas en el resultado de las elecciones provinciales de 1973, apostando por el Frente Justicialista de Liberación, que llevaba como candidato a gobernador a don Carlos Sylvestre Begnis.

Una cama sostenida por cuatro pilas de ladrillos era el testimonio del último bien prendado para mantenerse, hasta que el nuevo gobierno lo pudiera socorrer con algún cargo.

Eran los tiempos del Estado empresario, que intervenía en actividades productivas, financieras y en la prestación directa de los servicios públicos, de manera que en el directorio de algún banco o en alguna empresa habría una silla para el viejo caudillo, que era la forma en que los partidos triunfantes compensaban la fidelidad de sus cuadros políticos.

Pasaron las elecciones y después de una angustiosa espera y con no pocos sobresaltos, fue designado director del banco estatal de la provincia. De bancos mucho no sabía, pero como tenía una gran sensibilidad social, frente a su despacho había largas colas de gente humilde pidiendo préstamos personales o para la vivienda, que en esos años se otorgaban a todo el mundo y sin demasiados requisitos. Era tanta la construcción de viviendas que el problema era conseguir materiales para hacerlas.

Todo parecía indicar que al menos tendría una vejez tranquila, con un cargo bien remunerado y reconocido por sus partidarios. Había recuperado su cama, pintado su departamento, cambiado su viejo traje marrón a rayas por uno más moderno de corte italiano, y estaba otra vez en carrera. En las próximas elecciones a lo mejor podía alcanzar una banca de diputado, o tal vez ser candidato a vicegobernador, porque era consciente de que ya no ranqueaba para número uno.

Pero en el país de esa época turbulenta el futuro se presentaba de una manera muy distinta. El 24 de marzo de 1976 el terrorismo de Estado se apropió del gobierno, inaugurando la más abyecta de las dictaduras que los argentinos hayamos soportado en el siglo veinte.

Días después del golpe, en las necrológicas del diario La Capital, de Rosario, apareció el aviso del fallecimiento del distinguido dirigente peronista, que sería velado en ceremonia muy privada, y se recomendaba no enviar flores.

Se vivían momentos de mucha convulsión y miedo, cualquier concentración política aunque fuera un velorio era un lugar peligroso. Tratándose además de una persona mayor, entre tantas muertes y desapariciones de jóvenes, pasó de forma desapercibida. Ningún documento, ni condolencias, ni pésames a la familia, ni actos de homenaje, tan comunes en épocas normales y a los cuales son tan afectos los políticos.

Con el correr de los días la noticia pasó al olvido. En los pocos encuentros furtivos que se producían entre militantes las urgencias eran otras, el fulano seguía preso, o si había noticias del compañero exilado, o que en el barrio habían chupado a un par de pibes.

El Mundial de fútbol, que por primera vez se llevaba a cabo en nuestro país, obligó a la dictadura a maquillar su imagen de la mano de los éxitos de la selección. Los hinchas se volcaban a las calles a festejar mezclados entre la gente, las reuniones se facilitaron y permitieron sacar la cabeza fuera de la casa a muchos que habían fabricado su propio exilio,

Una fría mañana de julio, mi vicio inveterado por los libros me llevó a detenerme ante las vidrieras de una librería de la calle Córdoba, de la ciudad de Rosario. De pronto veo el reflejo de una imagen conocida, el viejo caudillo estaba a mis espaldas. Entre asustado y atónito me di vuelta y allí estaba, haciendo con el dedo sobre su boca la señal de silencio.

"Amigo, yo leí en el diario que usted había fallecido", le dije y con una sonrisa cómplice me contestó: "Los jóvenes tienen mucho que aprender".

"Desde el año treinta he pasado por muchos golpes, los primeros momentos son de gran confusión, nadie sabe qué hacer, ni adónde ir, todos tienen miedo, si uno se muere nadie le pregunta a tu familia y los dictadores no buscan a los muertos. De manera que hice publicar mi necrológica en el diario La Capital, y si La Capital dice que estás muerto, estás muerto. Como todos los golpes este también va a pasar, y hay que ir organizando el partido", me dijo estrechando su mano huesuda y después se perdió entre la gente.

Nunca más lo volví a ver y a veces dudo si realmente lo vi, porque en La Capital nunca apareció la noticia de que había resucitado.

(*)Diputado nacional. Integra la comisión de Cultura de la Cámara de Diputados.

Este relato forma parte de "Política con

humor", libro de próxima publicación
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