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 sábado, 13 de noviembre de 2004  
Duelo en Medio Oriente. Un balance crítico del legado del "raís" palestino
Un líder que evitó decisiones dolorosas
Arafat fue el padre de su nación, la que ahora deberá madurar y aceptar realmente el derecho a existir de Israel

Shimon Peres (*)

Los palestinos ven en Arafat al padre de su nación. Al igual que un padre, él ha hecho mucho por sus hijos, pero a menudo fue también demasiado protector con ellos. Arafat es un personaje con el que resulta difícil ponerse de acuerdo. Ha hecho más que ningún otro líder para forjar una identidad palestina única e independiente.

El fue la voz y el símbolo de la causa palestina. Su esfuerzo incansable llevó la causa palestina al primer plano de la agenda internacional y la mantuvo allí durante cuatro décadas. Desdichadamente, estos logros se alcanzaron con demasiada frecuencia por medio de la espada. Luchó fieramente contra Israel y los israelíes. Perpetró muchos actos nefastos que dejaron una triste estela de familias destruidas y vidas torturadas. A pesar de su compromiso de cambio, nunca abandonó realmente el terrorismo como medio de mantener viva la causa palestina.

Arafat disfrutó del amor y el respeto de su pueblo y ese amor era entrañable para él. Vivió una vida modesta y quería poco para sí mismo. Vivió para su pueblo. Desde su posición de liderazgo abrió la puerta a una resolución histórica con Israel de una división de la tierra entre un Estado para los judíos y un Estado para los palestinos.


Popularidad antes que nada
Demostró valor al romper con el pasado. Aceptó un doloroso arreglo con Israel basado en las fronteras anteriores a 1967, dejando por fin atrás el mapa ofrecido por Naciones Unidas en 1947 en su resolución 181, que los palestinos rechazaron entonces. Aceptó que la realidad había cambiado. Pero no fue lo bastante lejos. Al tener que elegir entre el amor de su pueblo y la mejora de sus vidas, él desgraciadamente eligió su amor.

No estaba dispuesto a arriesgarse a perder su popularidad y reputación en nombre de decisiones duras que él consideraba demasiado polémicas. Una vez me dijo amargamente, después de que firmásemos los acuerdos de Oslo: "Fíjate en lo que me has hecho: de ser un personaje popular para mi pueblo, me has convertido en una personalidad polémica ante los palestinos y todo el mundo árabe".

En último término, la popularidad triunfó sobre la polémica. Sus políticas declaradas eran valerosas, pero no las llevó a cabo. No volvió la espalda al terrorismo y al odio. Traicionó las esperanzas de mucha gente y perdió su credibilidad ante aquellos que más podrían haber hecho por su causa. Arafat mantuvo vivos para el pueblo palestino sueños y esperanzas que no tenían cabida en este mundo.

No abrió el camino para el proceso doloroso pero necesario por el que tiene que pasar toda persona y nación, el de dejar atrás los sueños de grandeza que sólo traen desdicha, y aprender a vivir, amar y prosperar en este mundo. Arafat tuvo la posibilidad de elegir entre la senda de la negociación y la senda del terror y la violencia. Habría hecho mucho más por los palestinos y su causa si hubiera abandonado verdaderamente el terrorismo a favor de las negociaciones.

Arafat era un hombre de talento. Era astuto y calculador. Pocas cosas escapaban a su atención. Arafat se sentía intrigado por las costumbres occidentales, pero con demasiada frecuencia consideraba que no tenían relación con su propia experiencia. Prosperaba en situaciones anárquicas. Era amo y señor de un sistema arcaico y enormemente centralizado, y ejercía un férreo control de los grupos armados y el flujo financiero.

En respuesta a la exigencia de una gestión financiera transparente que le hicieron los países donantes, él replicó que no era "ninguna bailarina del vientre". No tenía intención de involucrarse en lo que él consideraba una exposición indecente. Estaba estupefacto con la caótica democracia de Israel, diciéndome una vez: "Dios mío, democracia, ¿quién la inventaría? Es tan agotadora". Tenía una memoria excelente para los nombres. Optó por olvidar muchos hechos.


Pena y oportunidad
El fallecimiento de un padre es siempre causa de una pena profunda. Pero también es una oportunidad para salir del trance convertido en un adulto maduro. El mundo tiene ahora la mirada puesta en el pueblo palestino, que se ha quedado huérfano. El mundo tiene la esperanza de verlo tomar el control de su propio destino, decir adiós a sus sueños de juventud, y mostrar el coraje de vivir en este mundo tal y como es, en vez de cómo ellos desearían que fuera.

Los palestinos tienen que darse cuenta de que Israel está aquí para quedarse. El pueblo judío está profundamente apegado a su tierra histórica, pero nosotros también deseamos vivir juntos en paz. Debemos compartir entre todos esta pequeña porción de terreno. El pueblo judío es un pueblo moral, y nuestra tradición y nuestros valores nos imponen que aprendamos a vivir juntos en paz.

Crecemos como pueblo cuando aprendemos a reconocer y a vivir con los demás, por muy distintos que sean de nosotros y por muy diferentes que puedan ser sus sueños de los nuestros. Crecemos cuando aprendemos a compartir y crecemos cuando reemplazamos nuestra ira contra el mundo por la energía productiva de hacer de él un lugar mejor en el que vivamos todos. Mi plegaria para todos nosotros -palestinos e israelíes, judíos y árabes- al contemplar hoy todos nuestro futuro: que aprendamos a querer lo que importa más en la vida. Ni más, ni menos. Una vida ha llegado a su fin. Es hora de que muchas vidas empiecen.



(*) Shimon Peres fue primer ministro de Israel. Compartió el premio Nobel de la Paz en 1994 con Yasser Arafat e Yitzhak Rabin.
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El helicóptero con los restos de Arafat desciende en Ramala.

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