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 domingo, 31 de octubre de 2004

El cazador oculto: El encanto de la cultura del vino

Ricardo Luque / La Capital

Tarde o temprano la cultura del vino iba a terminar cansando. Y es así muy a pesar de los santos enófilos que, por mucho que se han esforzado por desaznar al gran público, apenas si lograron crear un monstruo que mete más miedo que Frankenstein. Porque, y esto hay que decirlo por más que haya quien se sienta molesto, no hay nada más pesado que la cátedra de los aprendices de somellier que de un tiempo a esta parte aparecen por todos lados como cucumelos después de una lluvia de verano. Y la muestra Sabores del Vino fue la prueba viva del fenómeno. Sus efluvios etílicos atrajeron la más variopinta fauna que se podía imaginar reunir en los salones del Patio de la Madera. Por sus pasillos uno podía encontrarse con una encantadora funcionaria municipal como Clara García, sin duda la mujer más sexy de la plantilla socialista (la melena azabache, el flequillo a lo Zulemita Menem y los labios rojo pasión le dan un seductor aire gitano), como con un contador exitoso como Héctor Yuvone, siempre de impecable traje a medida, camisa blanca y corbata de seda italiana. Depués de una exhaustiva recorrida por el lugar, el buen hombre tenía los cachetes al rojo vivo y no precisamente por haber pasado la tarde al sol sin la necesaria dosis Hawaian Tropic. El que sí lució radiante con su flamante tostado caribe fue Daniel Erbetta. ¿Cama solar o sol pleno? La pregunta del millón. Lo seguro es que el inquieto abogado no consiguió ese color en los pasillos de tribunales (y eso que los fluorescentes recalentan más que el astro rey). Los que, más allá de las reprimendas que reicibieron de la buena de Martha, la pasaron bomba fueron los Abiad. Sí, el clan liderado por Cuqui, que con la voz cascada por el alcohol sonaba igual que Vito Corleone, visitó todos y cada uno de los stands y, con expresión entendida, examinó a las promotoras que los atendían. Está claro, a la familia poco y nada les interesaban los vinos, aunque los probaron generosamente. Cuando terminaron el paseo, Gastón, que como está pronto a ser padre fingió cierta cautela, tenía el pelo en llamas y Andrés, libre de ataduras, bailaba en una pata. El veredicto fue unánime. Ganó Monte Conejo. Y no por la calidad de sus vinos, que son excelentes, sino por la excelencia del casting de la bodega. Una maza.

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