 | lunes, 25 de octubre de 2004 | Reflexiones Gerchunoff: seamos fieles a sus dos fidelidades Kack Benoliel No es eterno el bronce, sino el espíritu. Y nunca es demasiado tarde para hacer justicia ni para iluminar el ejemplo de una existencia valiosa. Alberto Gerchunoff, la personalidad más importante surgida de las masas judías llegadas al Río de la Plata, ha sido también el hombre que encarnó con naturalidad en su vida, la conciliación de lo argentino y lo judío. La doble condición se armonizó en su existencia y su obra, así como el doble tono hace perfecto el latido del corazón.
Algunas publicaciones que circulan, afirman que nació el 1 de enero de 1884 en Villaguay, Entre Ríos. En esa fecha, sí; pero no en los ardores del sol estivo de nuestra Mesopotamia, sino muy lejos, en el nublado frío de Rusia. Llegó a nuestro país siendo muy niño.
Como escritor, fue un narrador y un estilista; ensayista, poeta, filósofo. Como periodista fue crítico, cronista, comentarista, polemista. Como político, fue socialista desde 1916 hasta el fin de sus días. Orador, aliadófilo, antifacista y partidario de la República Española. Defensor de los perseguidos. Fue maestro de escritores y periodistas latinoamericanos. Propagandista de su generación literaria. Amaba la Biblia y sus profetas. Entrerriano, porteño, universalista. Hizo de Don Quijote, la figura central de su vida.
Tiene caracteres legendarios. Nace en la pobreza y su infancia y adolescencia se desenvuelven entre adversidades y tragedias. Logró ser un arquetipo de argentino y de judío. Amado y respetado por quienes lo conocieron, por su privilegiada inteligencia y su bondad activa. Tuve el privilegio de entablar una sincera amistad con su hija, Ana María Gerchunoff de Kantor. Cierta vez me comentó que en los primeros días que sucedieron a la muerte de su padre descubrió entre sus papeles una autobiografía, de la que jamás había hablado y que su hija entregó a la imprenta como prólogo de su libro "Entre Ríos, mi país". Gerchunoff evoca en ella a su padre reunido con vecinos de su pueblo, Tulchín -Rusia- hablando sobre la emigración y la acción del barón Mauricio de Hirsch en tierras argentinas. Y así resolvieron partir de la Rusia de los zares, de las crueles e ininterrumpidas humillaciones y matanzas. Y narra Gerchunoff: "Allí -dijo mi padre- trabajaremos la tierra, comeremos pan de nuestro trigo y seremos agricultores como los antiguos judíos de la Biblia". Y al trasponer la frontera, agregó: "Míralos bien, por última vez; no verás cosacos en la Argentina, país libre, una República, donde todos son iguales".
Crece el niño en medio de una reconciliación con las tradiciones. En la faena agrícola, se trabaja y se reza. Mas de repente, vive un desgarro muy hondo que lo marcará para toda la vida. Un borracho, asesina a su padre en su presencia. El hijo observa a la figura paterna rezando, elevando por momentos sus ojos al cielo como gratitud eterna. Era un rezo de paz. Mas un paisano bebido que anda con puñal en mano, al oír el cántico ritual, presintiendo vaya a saber qué alarma, blande su cuchillo, tira a lo ciego y hiende el corazón del devoto, que cae asesinado. Hiere también a su madre y a su hermana mayor.
Y la voz se hizo lamento: "Don Gregorio ha sido asesinado mientras rezaba". Y el niño Alberto Gerchunoff queda huérfano. "¿Qué edad tenía?, siete años; mil años tuvo de golpe -decía Cesar Tiempo-, todo su ser se derrumbó". En Moisés Ville se hizo la tiniebla y la desconsolada familia se traslada a la Colonia Rajil. "Pueda ser que amanezca en Rajil", dice y agrega: "Mi espíritu se llenó de leyendas comarcanas a través de los rústicos gauchos, rapsodas ingenuos que abrieron mi corazón a la poesía del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo autóctono, saturándome de su libertad orgullosa, de ese amor a lo criollo que debió, más tarde fijar mi inclinación mental. Mi existencia se urgió de fervor y me hizo argentino". Un día expone a su profesor de gramática su pena por no ser argentino. Este lanzó una carcajada formidable y lo abrazó con afecto; tenía 16 años, le faltaban dos para poder naturalizarse. "Cuando los cumplí me llevaron a la oficina del Rector y me metieron en un coche", relata Gerchunoff.
"¿Adónde vamos?", preguntó. "Pues hombre -exclamó el Rector- a hacerlo argentino. ¿Acaso no lo es en realidad?". Y este argentino bajo el cielo puro de mayo de 1910 le daba a la patria, vibrante en sus reverencias, la buena nueva de que en los campos del barón Hirsch había ya genuinos gauchos judíos por obra de la libertad creadora; gauchos judíos con bombachas, cinturón, cuchillo y hasta boleadoras. En "Los Gauchos Judíos", está erguida su personalidad. Con ese libro se presenta en las letras argentinas. Feliz con la patria del Plata, que amaba en extremo.
Y ese libro lo dedicaba a la venerable memoria del barón Mauricio de Hirsch. Así lo explica: "Fue suyo el primer pan que comí en tierras de América". Pero el libro entero importaba un homenaje a la patria de Mayo en el año de sus grandes rememoraciones. Y convocaba a los hombres de la Colonia entrerriana y a sus hermanos de raza, para bendecir a Dios bajo los pliegues de la muy bienhechora bandera: "Judíos errantes -exclamaba- desgarrados por viejas torturas, cautivos redimidos, arrodillémonos, y bajo sus pliegues enormes digamos el cántico de los cánticos que comienza así: "Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad"...
Una característica de los biógrafos de Gerchunoff es el asombro que señalan al destacar que el niño que vio a su padre ensangrentado y moribundo en Moisés Ville, asesinado, lejos de alimentar un encono hacia el gaucho y la tierra que le recibe con tan grande e incomprensible desgracia, le devolvía, pocos años después, con motivo de su centenario, un canto de amor a la Argentina. Convirtiéndose, solo 13 años después, un uno de los grandes estilistas del idioma. Cinco años más tarde leería en Madrid, ante los más grandes escritores de España, Unamuno, Valle Inclán, Benavente y otros, ya convertido en brillante cervantista, el fruto mágico de su encuentro con el Quijote. Valle Inclán escribiría luego que "lo escuchado, empalidecía hasta lo marginal.
Sus libros dicen lo que fue: un escritor excepcional. "Los gauchos judíos", "La jofaina maravillosa", "Historia y proezas de amor", "El hombre que habló en la Sorbona", "La asamblea de la bohardilla", "Los amores de Baruj Spinoza", "Cuentos de Ayer", "El cristianismo pre-cristiano", "Enrique Heine", "El hombre importante", "Las imágenes del país", "La clínica del Dr. Mefistófeles", "El retorno de Don Quijote", "Entre Ríos, mi país". A los nietos les había prometido hacer un libro "Castillos de Moraleja". En la última mañana de su vida les dijo: "Espérenme, que continuaremos". A la noche salió del trabajo en el diario La Nación, bajó la vieja escalera, charló con el portero. En la calle saludó a un colega que pasaba y en la esquina del diario, cayó fulminado por un ataque cardíaco. No llevaba documento. Sí, un editorial a medio hacer. Cuando el médico que lo asistió leyó los primeros renglones dijo; "Es Alberto Gerchunoff".
En "Entre Ríos, mi país", Gerchunoff describió la muerte de Remigio Calamaco, viejo boyero de la colonia. Estaba enlazando un toro. Fue un instante nomás. Así concluyó su vida. Con el lazo silbando en el aire. "Y así quisiera yo que me llegase la hora terrible, temible hora -escribe Gerchunoff-, abiertos los ojos para ver lo que quiero ver siempre, pues morir como se vive, en lo que amamos, es acaso uno de los dones más benignos de Dios". Y Dios lo escuchó. Pues así murió sin agonía. Fue un instante nomás. Sin conocer el decaimiento entristecedor de la vejez. En sus oídos, no fue el lazo silbando en el aire. Fue el sonido de la vieja rotativa acariciando sus oídos. Murió como vivió. Entregado a su vocación inclaudicable. enviar nota por e-mail | | |