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 domingo, 24 de octubre de 2004

Diferencias generacionales: El mundo al revés

El proceso de industrialización, propio de la modernidad, impuso como modelo la familia nuclear reducida a pocos miembros (los padres y dos hijos) para facilitar la migración de los trabajadores a donde fueran requeridos, por lo general, grandes conglomerados urbanos. Pero el medio urbano con un numeroso vecindario, paradojalmente dificulta las relaciones personales. Es así que la vida emocional repartida antaño en una familia extensa y en los lazos sociales en un entorno conocido y sentido como propio, se va limitando a su familia.

Si la satisfacción-insatisfacción de las necesidades afectivas se realiza en este núcleo reducido, será entonces en este escenario donde se desarrollen todos los acontecimientos propios de la afectividad: amor, rivalidad, celos, posesividad y también el odio, inseparable acompañante de las relaciones humanas.

Si los bienes afectivos, en este caso la madre son escasos en la familia nuclear, es de esperar que se desarrolle la rivalidad por el amor de la misma. Para el joven adolescente la relación con el padre tenderá más a una competencia por el amor de la madre que a un acercamiento amoroso. El padre, demandante también del mismo amor, puede desarrollar una lucha con el hijo para lograr la atención y el cariño de su pareja, y entonces se diluyen los roles asimétricos de padre-hijo para asumir ambos el rol simétrico de niños peleando por el amor de la madre.

Esta simetría de roles entre distintas generaciones es alentada por la cultura posmoderna que propone la adolescencia como modelo de la sociedad . Es así que tanto la familia como la cultura tienden a borrar las diferencias generacionales. No sólo no hay lugar para los viejos, sino que los adultos necesitan mantenerse jóvenes para seguir trabajando y hacen los esfuerzos necesarios para seguir en carrera (deportes, regímenes para adelgazar, cuidado del aspecto personal). Se reniega de la adultez y sobre todo de la vejez, vivida como un estigma del cual hay que escapar.

La sociedad toda se adolentiza, los adultos tratan de imitar las características de los adolescentes para no despegarse de esa etapa de la vida que poco a poco va adquiriendo el status de estado, más que de momento vital. Es así que se sacraliza todo aquello que tenga que ver con la juventud y se demoniza lo que caracteriza la vida y la experiencia de los mayores. Vivimos en un mundo donde todos quieren ser jóvenes y los jóvenes constituyen el modelo, el ideal a alcanzar.

Mientras la modernidad veía la adolescencia como una etapa conflictiva de la joven generación que se iría superando para adquirir los rasgos positivos de la vida adulta, la posmodernidad ofrece a los hijos como modelo a seguir por los padres. Si antes los hijos tenían que ser como los padres, hoy los padres se esfuerzan por parecerse a sus hijos.

También es cierto que la extensión de los años de vida y una forma más exitosa de sobrellevarlos hacen que el sujeto adulto, con fuerzas para seguir trabajando y continuar una vida sexual activa, tiene que competir con la generación de los hijos para no verse empujado al desván de los recuerdos.

La vejez era fuente de conocimientos, de sabiduría que podía trasmitirse a los jóvenes. Hoy, ser viejo o parecerlo, constituye un descrédito que hay que evitar. Si los padres eran los encargados de educar y socializar a sus hijos, hoy son los hijos los que cumplen ese rol de educadores con respecto a sus padres, y tratan de aprender de ellos el secreto de la eterna juventud que los alquimistas no pudieron conseguir. Es el mundo al revés.

Domingo Caratozzolo

Psicoanalista

www.domingocaratozzolo.com.ar

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