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 sábado, 23 de octubre de 2004

Efemérides
Un 23 de octubre...

Guillermo Zinni / La Capital

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De 1844: Nace "la divina" actriz Sarah Bernhardt
Fue una diva como pocas, amada en vida por el público, la crítica y los autores. A los 70 años y con la pierna derecha amputada -la había perdido en un accidente automovilístico y la reemplazó con una artificial- seguía actuando. Considerada por muchos como la más grande actriz de todas las épocas, le decían "la divina", "la única", "la voz de oro", aunque las escasas huellas concretas que dejó -grabaciones en cilindros de cera y filmes mudos- no abonan ese aserto. Marcel Proust la convirtió en "la Berma", uno de los personajes de "En busca del tiempo perdido"; Oscar Wilde escribió "Salomé" para que ella la interpretara, y hasta Sigmund Freud sucumbió a sus encantos al punto que durante años una fotografía de la actriz era la que recibía a los pacientes en su consultorio. Sarah nació en París el 23 de octubre de 1844 -otros dicen que fue el día 12-. Su verdadero nombre era Rosine Bernand, y la mayor parte de su infancia transcurrió en un convento hasta que a los 15 años ingresó al Conservatorio de Arte Dramático. A los 18 debutó en la Comèdie Francaise y desde entonces su fama empezó a crecer tanto como sus anécdotas y el número de amantes que pasaron por su cama. Algunos aseguran que dormía en un ataúd forrado en raso, el que había comprado para acostumbrarse a la idea de la muerte y el que, según una versión improbable, se lo habría dado su madre. Menos creíble aún es la idea de que se trataba de un regalo de uno de sus amantes al que le gustaba hacer el amor ahí. Todo esto sería una prueba tangible del morbo de Sarah, al igual que el cráneo que tenía sobre la mesa -regalo de Víctor Hugo- y el esqueleto anatómico que guardaba en el estudio y al que humorísticamente llamaba "Lázaro". Practicó también el espiritismo y experimentó con drogas alucinógenas. Durante la Primera Guerra, con 71 años, viajó al frente y actuó para los soldados . "A pesar de todo -decía- sigo viva", frase que hizo bordar en sábanas, pañuelos y tarjetas de visita. Cuando murió, el 27 de marzo de 1923, miles de personas la acompañaron al cementerio Pére-Lachaise bajo una lluvia de pétalos multicolores. No hubo discursos junto a la tumba, pero sí se oyó el grito sollozante de una joven actriz que dijo con incuestionable lógica: "Los inmortales no mueren".

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