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 domingo, 18 de julio de 2004

[Anticipo] La saga de Butch Cassidy en la Argentina
Del mito a la historia
"La pandilla salvaje", que publica Editorial Norma, rastrea la vida del célebre bandido norteamericano en la Patagonia. Aquí se publica un fragmento del prólogo

Osvaldo Aguirre / La Capital

En 1969 el cine norteamericano hizo una importante contribución a la historia del bandolerismo. Butch Cassidy and the Sundance Kid, el film de George Roy Hill estrenado ese año, redescubrió para el gran público a unos personajes de inquietante magnetismo y los hizo todavía más carismáticos al encarnarlos en Paul Newman (Cassidy), Robert Redford (Sundance) y Katharine Ross (Etta Place). La película idealizaba los hechos y los personajes y los simplificaba al extremo. A pesar de los errores y omisiones, o más bien justamente por ellos, contribuyó como pocos estudios al conocimiento de los sucesos porque puso en cuestión y abrió interrogantes sobre el conjunto de la saga y desató una serie de investigaciones cuyo impulso persiste hasta la actualidad.

En la versión cinematográfica, Cassidy y Sundance huían de los Estados Unidos a Bolivia para escapar de la ley y de los pedidos de captura por los asaltos a trenes y bancos que les habían dado celebridad. Quedaba al margen uno de los capítulos más importantes, el que transcurría en la Argentina. Mientras los grandes robos, la amistad y el amor, la fuga y la muerte, daban lugar a una abundante literatura, aquella parte de la historia parecía carecer de existencia formal. Relatos orales, atribuidos a protagonistas o descendientes de protagonistas, y contados artículos periodísticos testimoniaban sin embargo el paso de los norteamericanos por Chubut. A fines de 1969 la justicia y la policía de esa provincia comenzaron a revisar sus archivos en procura de comprobar esas narraciones inspiradas por el olvido y la imaginación. Había un testigo: Pedro Peña, a los ciento tres años, aún recordaba los episodios que le había tocado vivir como soldado de la Policía Fronteriza, la fuerza de seguridad creada para combatir al bandolerismo en los territorios del sur. En abril de 1970, al fin, el juez Alejandro Godoy y Enrique Himschoot, jefe de policía de Chubut, anunciaron que existía un expediente judicial que documentaba las aventuras de Cassidy y sus compañeros.

Era el expediente iniciado en 1911 a propósito del secuestro del estanciero Lucio Ramos Otero, con el anexo de otros dos sumarios abiertos en relación a la misma causa. Allí estaban preservadas las voces de policías, comerciantes, jornaleros, hacendados y viajeros que habían protagonizado o presenciado los hechos. Surgían otros nombres de bandidos: Robert Evans, Andrew Duffy, William Wilson. En medio de los relatos siempre cambiantes de la tradición oral, el material proveyó una base firme donde hacer pie y comenzar a distinguir los acontecimientos de la fantasía, o al menos a plantearse la veracidad y exactitud de algunas versiones. La historia emergente parecía menos rutilante que la del cine, pero contenía mayores emociones y nuevas preguntas. A este corpus se agregó más tarde un minúsculo sumario elaborado por la policía de Santa Cruz y una serie de informes expurgados por investigadores norteamericanos de los archivos de la agencia Pinkerton, que se había dedicado a la persecución de los fugitivos. (...)

La historia de Butch Cassidy y su banda supone algo mucho más complejo e interesante que un cuento romántico sobre bandidos. Para entender su significado es imprescindible tener en cuenta los sueños por los que lucharon y vinieron a la Argentina; los hombres con que se relacionaron; el funcionamiento de la sociedad que les dio cabida y el particular medio geográfico en que pudieron sentirse como si estuvieran en casa. Es imposible apreciar qué hicieron y cómo actuaron sin examinar el problema de la propiedad de la tierra en la esa época, por otra parte determinante de la legalidad. Vivieron en medio de conflictos en los que tomaron partido, en un momento en que el orden dependía menos de las leyes que de las creencias personales. Recorrieron la frontera, un espacio en el que se cruzaron con estancieros ingleses, buscadores de oro, ladrones de ganado, peones que buscaban un pedazo de tierra donde instalarse. Se vincularon con personas notorias, y ellos mismos alcanzaron ese estatus.

La figura de Cassidy, en particular, se volvió tan atractiva que terminó por ocupar la escena. Encandilados por su sonrisa, y por la pareja que formaban Sundance Kid y Etta Place, los relatos corrientes terminaron empobreciendo su experiencia: en el final del recorrido no quedan sino unos cowboys que huyeron en busca de un sitio donde establecerse como honestos ganaderos y que un buen día, sin que se sepa por qué, deciden hacer un poco de gimnasia y volver al asalto a mano armada. A través de estas simplificaciones se pierden de vista cuestiones centrales. Cassidy y Longabaugh encarnaron un tipo particular de bandido que no coincidía con el estereotipo del criminal y es incomprensible si se lo observa desde una perspectiva convencional. Formado durante la segunda mitad del siglo XIX en el oeste americano, ese personaje se cargó de un sentido reivindicativo al elegir deliberadamente como blancos de sus ataques a los bancos y las compañías del gran capital que imponían sus valores al mundo campesino. Y esto no es una interpretación sino un intento de reparar en lo que ellos mismos manifestaron y en la notable conciencia con que asumieron sus actos. Ponerse fuera de la ley, además, no significaba marginarse de su medio. Cuidaron sus vínculos en los distintos lugares en que se asentaron, como demuestran las incontables leyendas acuñadas a cada paso. No querían mucho más que una parcela de tierra donde trabajar; a la vez pensaban que no era reprochable apoderarse de hacienda o bienes de otros, si se trataba de grandes empresas.

El concepto mismo de bandido, dado por sentado, encubre una serie de conflictos en la Patagonia: es la definición del orden y de la ley lo que comienza a plantearse como problema para una sociedad que está en trance de constituirse. Bandido era en primer lugar aquel que, desde la óptica de un grupo dominante, disputaba sin derecho una fracción de tierra. La ficción fue un componente principal de su definición, que a través del discurso de la prensa y de ciertos testigos procesó temores colectivos. Incesantes relatos dieron cuenta de los riesgos de vivir en una región desprotegida y prepararon las condiciones para que una fuerza brutal y retrógrada, la Policía Fronteriza, fuera considerada como agente del orden ansiado. Las máximas expresiones de ese proceso cristalizaron en el caso de "los caníbales de Río Negro", presuntos actos de antropofagia atribuidos a aborígenes chilenos, y en la saga de Basilio Pozas, un chileno que sembró el terror en la cordillera en 1911 a la cabeza de una fantasmagórica banda.

Cassidy y su grupo han sido observados con abstracción de ese marco. Sin embargo, funcionan como reveladores de los problemas sociales de su tiempo, porque padecieron las dificultades de los pobladores para asegurarse la propiedad de la tierra que trabajaban. Y su inserción e íntima relación con autoridades y vecinos notables hablan de una sociedad en que la ley, tal como se la entendía en la lejana Buenos Aires, podía ser menos importante que las lealtades tramadas en la dura existencia cotidiana. Hay que volver a iluminar el escenario, entonces, para traer de regreso a los protagonistas que quedaron en la sombra y también a los que se observa como si fueran ajenos a la historia. Los norteamericanos no estuvieron solos. En la misma época actuaron personajes como Ascencio Brunel o Elena Greenhill; las leyendas a que dieron impulso son narradas en forma individual, pero es su articulación la que puede hacer visibles los procesos que explican tanto su origen como su perduración en la memoria.

El mito conformado a través de artículos periodísticos y narraciones orales preservó a estos personajes al precio de desdibujarlos y convertirlos en estereotipos. La figura de Etta Place, por caso, ha quedado congelada en un par de rasgos: su habilidad con las armas y su destreza como jinete. Los relatos se verosimilizan unos a otros: parecen creíbles porque repiten la misma canción monótona, pero en tales palabras no encontramos a esa misteriosa mujer, se ha desvanecido. Es necesario rescatarla, hasta donde sea posible, de semejante confusión. Parece que tales "fuentes" afirman cierta visión del personaje, pero en realidad la niegan: nadie parece advertir que Etta Place era una mujer (más bien se destaca que, supuestamente, vestía y actuaba como un hombre) y que su figura elusiva puede recibir nuevos sentidos si se la ubica en los lugares que ocupaban las mujeres a principios del siglo XX en la Patagonia.

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Sundance Kid (a la izquierda) y Cassidy (derecha).

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